ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 17 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Corintios 15,35-37.42-49

Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual. En efecto, así es como dice la Escritura: Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida. Mas no es lo espiritual lo que primero aparece, sino lo natural; luego, lo espiritual. El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo, viene del cielo. Como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol, para contestar a la pregunta sobre la resurrección de la carne, recurre al ejemplo de la semilla (el cuerpo terrenal) que tras morir se convierte en una planta (el cuerpo resucitado). Es una imagen que afirma que el día de la resurrección seremos los mismos pero también seremos distintos, tendremos nuestra "carne" pero estaremos revestidos de incorruptibilidad. Se podría decir que la resurrección es el término de un proceso que dura toda la vida. Ninguno de nosotros puede imaginar qué es un cuerpo resucitado. Pero los relatos evangélicos que narran los días de Jesús después de la Pascua nos dan alguna idea. Los evangelios presentan al mismo Jesús que había sufrido la muerte en cruz –todavía lleva las señales de los clavos en las manos, en los pies y en el costado–, pero está distinto: los dos de Emaús no lo reconocen, al igual que María y los demás discípulos. Solo la fe permite reconocer a Jesús resucitado. Es como decir que solo si somos hombres "espirituales" podemos reconocer un cuerpo espiritual. Pablo sugiere que la resurrección –tanto para comprenderla como, sobre todo, para acogerla– requiere un camino interior, una transformación del corazón y de la mente, y también del cuerpo, es decir, de nuestras actitudes. Se trata de introducir en nosotros "semillas de inmortalidad". Eso se produce escuchando el Evangelio, participando en la santa Liturgia, viviendo la fraternidad y practicando el amor. Así crece en nosotros aquella semilla de inmortalidad que recibimos el día de nuestro bautismo, una semilla que debe ser custodiada, protegida y cultivada cada día. En ese sentido, toda nuestra vida es una lucha entre el mal que nos lleva hacia abajo y la gracia del Señor que quiere elevarnos hacia el cielo. Y si la muerte encuentra su causa en el pecado y en el orgullo que hay en nuestro corazón, la resurrección empieza cuando unimos nuestra vida a Cristo. El aguijón de la muerte, afirma Pablo, es derrotado cuando nos unimos a Jesús. Se trata, obviamente, de una unión viva, hecha de obediencia al Evangelio, de trabajo en el amor, de lucha contra el egocentrismo. Y el Apóstol añade: "Manteneos firmes, conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor".

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.