ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 4 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 22 (23), 1-6

1 El Señor es mi pastor, nada me falta.
2 En verdes pastos me hace reposar.
  Me conduce a fuentes tranquilas,

3 allí reparo mis fuerzas.
  Me guía por cañadas seguras
  haciendo honor a su nombre.

4 Aunque fuese por valle tenebroso,
  ningún mal temería,
  pues tú vienes conmigo;
  tu vara y tu cayado me sosiegan.

5 Preparas ante mí una mesa,
  a la vista de mis enemigos;
  perfumas mi cabeza,
  mi copa rebosa.

6 Bondad y amor me acompañarán
  todos los días de mi vida,
  y habitaré en la casa del Señor
  un sinfín de días.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

“¡Qué felices somos de estar en las manos de un pastor así! –decía Charles de Foucauld comentando este salmo- Él busca de verdad nuestro bien y nos sabe dar a todas horas el alimento necesario”. El pastor del que habla el salmo no es un simple guía, es sobre todo el compañero de viaje que comparte por entero la vida de las ovejas, y además las guía y las protege; tiene en su mano el bastón con el que indica el camino y golpea a los enemigos. El salmo contempla dos situaciones que a menudo angustian al hombre: el miedo a los peligros y la incertidumbre del camino a recorrer. En el salmo no hay ni rastro de angustia porque el creyente vive una certeza profunda: “Tú vienes conmigo” (v. 4b). La presencia del pastor es amorosa y gratuita: “Me guía por cañadas seguras haciendo honor a su nombre” (v. 3b), y el creyente camina seguro porque se apoya en la solidez del amor de Dios más que en sus propias fuerzas. En cambio, cada vez que caemos en la presunción de ser pastores de nosotros mismos, dejándonos guiar por nuestras costumbres, nuestras convicciones, nuestro orgullo, el camino se vuelve incierto y el enemigo más peligroso. Sólo el Señor es el pastor bueno que nos reúne como un rebaño. En Jesús se manifiesta plenamente la imagen del pastor que cuida, defiende y guía su rebaño hacia verdes pastos. Y allí, como burlándose de los enemigos, nos acoge y nos da de comer: “Preparas ante mí una mesa, a la vista de mis enemigos; perfumas mi cabeza, mi copa rebosa” (v. 5). El salmo se cierra con la certidumbre de la compañía fiel del Señor: “Bondad y amor me acompañarán todos los días de mi vida” (v. 6). Por eso la alegría del salmista es habitar en la casa del Señor, es decir, estar en la comunidad de los creyentes reunida por el Señor como el pastor reúne a su rebaño.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.