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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo de san Jerónimo, doctor de la Iglesia, que murió en Belén el 420. Tradujo la Biblia al latín. Oración para que la voz de la Escritura se oiga en toda lengua. Los judíos celebran el Yom Kipur (Día de la expiación)
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Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 30 de septiembre

Recuerdo de san Jerónimo, doctor de la Iglesia, que murió en Belén el 420. Tradujo la Biblia al latín. Oración para que la voz de la Escritura se oiga en toda lengua. Los judíos celebran el Yom Kipur (Día de la expiación)


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 13,4-12

Ellos, pues, enviados por el Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y de allí navegaron hasta Chipre. Llegados a Salamina anunciaban la Palabra de Dios en las sinagogas de los judíos. Tenían también a Juan que les ayudaba. Habiendo atravesado toda la isla hasta Pafos, encontraron a un mago, un falso profeta judío, llamado Bar Jesús, que estaba con el procónsul Sergio Paulo, hombre prudente. Este hizo llamar a Bernabé y Saulo, deseoso de escuchar la Palabra de Dios. Pero se les oponía el mago Elimas - pues eso quiere decir su nombre - intentando apartar al procónsul de la fe. Entonces Saulo, también llamado Pablo, lleno de Espíritu Santo, mirándole fijamente, le dijo: «Tú, repleto de todo engaño y de toda maldad, hijo del Diablo, enemigo de toda justicia, ¿no acabarás ya de torcer los rectos caminos del Señor? Pues ahora, mira la mano del Señor sobre ti. Te quedarás ciego y no verás el sol hasta un tiempo determinado.» Al instante cayeron sobre él oscuridad y tinieblas y daba vueltas buscando quien le llevase de la mano. Entonces, viendo lo ocurrido, el procónsul creyó, impresionado por la doctrina del Señor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La narración se abre con la mención al Espíritu Santo, que guía y sostiene a Pablo y a Bernabé en su predicación. Así es siempre para la Iglesia y para toda comunidad: debe dejarse guiar por la fuerza del Espíritu para comunicar el Evangelio. La predicación evangélica empieza a recorrer las rutas del Mediterráneo: estamos en la primavera de la fe y el árbol de la comunidad crece y se desarrolla, aunque en medio de grandes dificultades. La primera etapa que eligen los discípulos es la isla de Chipre. Pablo y Bernabé atraviesan en seguida «toda la isla» para que nadie se quede sin la Palabra. Y a partir de este momento el autor de los Hechos empieza a llamar al apóstol con el nombre romano –Pablo– en lugar del nombre arameo –Saulo–. Podríamos decir que el apóstol quiere hacerse «romano» con los romanos para hacerles conocer el Evangelio. Para él, y para cualquier discípulo, la Palabra de Jesús es la única fuerza, el único verdadero tesoro que hay que comunicar. Y Pablo lo comunica y lo defiende con vehemencia, porque sabe que esa es la misión para la que ha sido elegido. Y cuando se encuentra ante el mago que atentaba contra la fe del procónsul romano, Pablo tiene palabras durísimas: «Tú, que rebosas por todas partes engaño y maldad... Vas a quedarte ciego», le dice. Y así fue. Una religiosidad reducida a concepciones esotéricas impide tener una visión humanista de la vida. El apóstol, que se propone comunicar el Evangelio también al mundo helenista, combate todo esoterismo para comunicar un Evangelio que sea comprensible al mundo. El procónsul romano lo percibe y abraza el Evangelio: «Al ver lo ocurrido, el procónsul creyó, impresionado por la doctrina del Señor».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.