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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo de san Carlos Borromeo (†1584), obispo de Milán.
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Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 4 de noviembre

Recuerdo de san Carlos Borromeo (†1584), obispo de Milán.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 20,29-32

«Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de sí. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros. «Ahora os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En su saludo a los ancianos, Pablo confirma el empeño pastoral que lo ha guiado durante los tres años de actividad en Éfeso. Las palabras que les dice tienen un aire de testamento. Y ellos las reciben con emocionada atención. Se dan cuenta de que pueden imitar al apóstol en su empeño pastoral. Pablo sabe que tras su partida surgirán problemas en la vida de la comunidad. Por eso les dice que vigilen, como ha hecho él mismo sin guardarse de nada. Les recuerda: «no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros» (v. 31). Son palabras apasionadas que demuestran el amor extraordinario de Pablo por la comunidad de Éfeso. Él sabe que la vida cristiana, incluida la de los pastores, no es simplemente el fruto de la buena voluntad de los individuos. El Señor es quien da la fuerza y la sabiduría para cumplir la vida cristiana. Por eso les dice: «Os encomiendo a Dios y a su palabra de gracia». Es curioso que el apóstol no confíe la Palabra a los ministros, sino los ministros a la Palabra. Es una afirmación que parece paradójica. En realidad, confiar los creyentes a la Palabra significa que están llamados a poner su fe y su esperanza en la Palabra de Dios y no en ellos mismos, o en sus ideas, o en otras personas o cosas. Por eso cada día, como auténticos siervos del Señor, todos tenemos que disponer con atención nuestro corazón a la Palabra (Is 50,4); cada día tenemos que dejar que el Señor abra nuestros oídos sin echarnos atrás (Is 50,5); cada día tenemos que dejar espacio a la Palabra de Dios para que permanezca en nosotros (Jn 15,7). La Palabra, ya antes de que se nos confíe a nosotros para que la comuniquemos, nos protege, nos custodia y nos bendice, como pasa en la celebración litúrgica al final de la proclamación del Evangelio. Los discípulos de Jesús podrán llevar la Palabra a los demás solo si antes la Palabra les sostiene a ellos. El Evangelio es la sustancia de la vida de la Iglesia y, por tanto, también de nuestra vida. Sin el Evangelio la Iglesia no es nada; y nosotros sin el Evangelio no tenemos nada que decir a nadie; sin el Evangelio de nada sirve que estemos muy ocupados, aunque sea con cosas sagradas. El Evangelio es el mismo Señor. Y, como él mismo dijo: «Separados de mí, nada podéis hacer» (Jn 15,5). Así pues, sin un encuentro fecundo con la Palabra de Dios incluso nuestra vida pierde su sentido.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.