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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Fiesta de los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. La Iglesia etíope, una de las primeras de África, venera a san Miguel como su protector. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 29 de septiembre

Fiesta de los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. La Iglesia etíope, una de las primeras de África, venera a san Miguel como su protector.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 9,43b-45

«Poned en vuestros oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres.» Pero ellos no entendían lo que les decía; les estaba velado de modo que no lo comprendían y temían preguntarle acerca de este asunto.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje evangélico que hemos escuchado presenta el segundo anuncio de la pasión, muerte y resurrección. Jesús se ve como obligado a repetirlo. El momento de la muerte y resurrección representa su «hora», la hora de la gloria que pasa a través de la cruz. Pero a los discípulos les costaba mucho comprender aquel discurso. Ellos, al igual que todos los judíos de aquel tiempo, no eran capaces de aceptar la figura de un Mesías como siervo y aún menos derrotado. Esperaban un Mesías vencedor al estilo del mundo, es decir, vencedor sobre los enemigos y liberador de Israel de la esclavitud de los enemigos. Esa concepción se vio corroborada por la curación de un joven que fue liberado de un espíritu demoníaco que lo poseía. El estupor que suscitó dicha curación hizo que Jesús reuniera a los discípulos para aclarar una vez más cuál era su camino. E insiste de nuevo: «Poned en vuestros oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres». «Ser entregado en manos de los hombres», en el lenguaje bíblico, significa la suerte dolorosa y cruel de una persona abandonada por Dios y que queda precisamente a merced del poder de los hombres y de su arbitrio. Efectivamente, eso es lo que pasará. Pero a pesar de tanta claridad los discípulos no comprenden. Es una indicación que podemos aplicarnos también a nosotros, que muchas veces, como los discípulos de entonces, estamos distantes de los pensamientos de Jesús, de sus preocupaciones y sobre todo de la idea que tenía de sí mismo y de su misión. No es que los discípulos no comprendan sus palabras, sino que corren el peligro de no entender la sustancia misma de su misión: que la salvación llega a través de su muerte. Por otra parte, ¿cómo se puede aceptar un Mesías derrotado? Es un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles, dirá el apóstol Pablo. Y también para nosotros, hoy, ese camino continúa siendo insensato. No obstante, la salvación nace de la cruz, el rescate de los hombres de la esclavitud del pecado viene de un amor sin límites. La salvación no se materializa en la fuerza ni en el poder humano, sino únicamente en el camino del amor por todos, un amor que llega incluso a dar la vida por los enemigos. El evangelista destaca que los discípulos continúan sin entender las palabras de Jesús y se quedan en silencio, sin pedir más explicaciones. Es una actitud de dureza y de desconfianza. No aceptan su ignorancia y prefieren quedarse a oscuras. No obstante, Jesús no los abandona. Continúa instruyéndolos con la esperanza de que poco a poco comprendan el Evangelio. Hoy sucede lo mismo con nosotros, pero debemos dejarnos guiar e instruir.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.