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Memoria de la Iglesia
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Recuerdo de San Francisco Javier, jesuita del siglo XVI , misionero en India y Japón.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia

Recuerdo de San Francisco Javier, jesuita del siglo XVI , misionero en India y Japón.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esdras 5,1-17

Los profetas Ageo y Zacarías, hijo de Iddó, empezaron a profetizar a los judíos de Judá y de Jerusalén, en nombre del Dios de Israel que velaba sobre ellos. Con esto, Zorobabel, hijo de Sealtiel, y Josué, hijo de Yosadaq, se decidieron a reanudar la construcción de la Casa de Dios en Jerusalén: los profetas de Dios estaban con ellos, apoyándoles. Por entonces, Tattenay, sátrapa de Transeufratina, Setar Boznay y sus colegas vinieron donde ellos y les preguntaron: "¿Quién os ha autorizado a construir esta Casa y a rematar este santuario? ¿Cómo se llaman los hombres que construyen este edificio?" Pero los ojos de su Dios velaban sobre los ancianos de los judíos, y no se les obligó a suspender la obra en espera de que llegase un informe a Darío y volviera un decreto oficial sobre el particular. Copia de la carta que Tattenay, sátrapa de Transeufratina, Setar Boznay y sus colegas, las autoridades de Transeufratina, remitieron al rey Darío. Le enviaron un escrito de este tenor: "Al rey Darío, paz completa. Sepa el rey que nosotros hemos ido a la provincia de Judá, a la Casa del gran Dios: se está reconstruyendo con piedras sillares; se recubren de madera las paredes; la obra se ejecuta cuidadosamente y adelanta en sus manos. Preguntando, pues, a estos ancianos, les hemos dicho: "¿Quién os ha autorizado a construir esta Casa y a rematar este santuario?" Les hemos preguntado además sus nombres para informarte de ello; y así te damos por escrito los nombres de los hombres que están al frente de ellos. Ellos nos han dado esta respuesta: Nosotros somos servidores del Dios del cielo y de la tierra; estamos reconstruyendo una Casa que estuvo en pie anteriormente durante muchos años y que un gran rey de Israel construyó y acabó. Pero nuestros padres irritaron al Dios del cielo, y él los entregó en manos de Nabucodonosor, el caldeo, rey de Babilonia. Sin embargo, el año primero de Ciro, rey de Babilonia, el rey Ciro dio autorización para reconstruir esta Casa de Dios; además los utensilios de oro y plata de la Casa de Dios que Nabucodonosor había quitado al santuario de Jerusalén y había llevado al santuario de Babilonia, el rey Ciro los mandó sacar del santuario de Babilonia, y entregar a un hombre llamado Sesbassar, a quien constituyó sátrapa; y le dijo: Toma estos utensilios; vete a llevarlos al santuario de Jerusalén y que sea reconstruida la Casa de Dios en su emplazamiento; vino, pues, este Sesbassar y echó los cimientos de la Casa de Dios en Jerusalén, y desde entonces hasta el presente se viene reconstruyendo, pero no está acabada." Ahora, pues, si le place al rey, investíguese en el departamento del tesoro del rey de Babilonia si es verdad que el rey Ciro dio autorización para reconstruir esta Casa de Dios en Jerusalén. Y que se nos remita la decisión del rey sobre este asunto.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Es necesaria la palabra de los profetas para que puedan recomenzar los trabajos de reconstrucción del templo. En efecto, es la profecía la que hace avanzar la historia, la que ayuda a superar los momentos difíciles, la que empuja a no dar razón al pesimismo y a no ceder a la violencia que quisiera impedir vivir la propia fe. Ageo y Zacarías nos han dejado sus palabras en los dos libros homónimos. Con su anuncio, estos dos profetas apoyaron a los que comenzaron la reconstrucción del templo. Respondieron Zorobabel, que ejercía una función política en la pequeña comunidad de Judá, y Josué, el sacerdote. Después, los ancianos y todo el pueblo se implicaron en aquel trabajo que quería devolver la presencia de Dios en medio de su pueblo mediante la reconstrucción del templo. Se presentan como "servidores del Dios del cielo y de la tierra". En verdad, en la Nueva Alianza todos somos siervos del "Dios del cielo y de la tierra" y ninguno debe sustraerse del compromiso de custodiar y embellecer su casa, lugar de su presencia y del encuentro con él. En efecto, de aquí brota la fuente de la unidad entre los pueblos. El tono de la carta dirigida a Darío, rey de Persia, es mucho más conciliador que la carta precedente, y decididamente favorable a la reconstrucción del templo. Es debido a la intervención de los profetas Ageo y Zacarías, quienes, con sus palabras, devolvieron el deseo de reconstruir el templo en la justa dimensión espiritual, por encima de los contrastes comprensibles en una comunidad dividida entre los que se sentían víctimas después del sufrimiento del exilio y los demás, a quienes les costaba acogerles como parte del mismo pueblo. La Palabra de Dios cambia los corazones y une a gentes y grupos divididos, para que todos puedan alabar a Dios en su casa.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.