ORACIÓN CADA DÍA

Oración por los enfermos
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por los enfermos


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 1,35-42

Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: «He ahí el Cordero de Dios.» Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: «¿Qué buscáis?» Ellos le respondieron: «Rabbí - que quiere decir, "Maestro" - ¿dónde vives?» Les respondió: «Venid y lo veréis.» Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Este se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías» - que quiere decir, Cristo. Y le llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas» - que quiere decir, "Piedra".

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El evangelista Juan sigue narrando los primeros pasos de la misión pública de Jesús abierta con el bautismo en el Jordán. Hoy describe la conversión de dos discípulos del Bautista. Evidentemente, las extraordinarias palabras del Bautista, que habían indicado a los presentes el Mesías, habían impresionado el corazón de dos de sus secuaces. Y, en efecto, dejando a su maestro, se pusieron a seguir a este joven profeta de Nazaret. Su experiencia es un ejemplo para todos los creyentes, también para nosotros cuando abrimos nuestro corazón a la predicación del Evangelio. En el origen de la experiencia cristiana hay siempre una palabra que toca el corazón y que nos hace salir de nuestras costumbres, de nuestras seguridades, aunque sean religiosas. Es el inicio de un itinerario interior que lleva hacia el conocimiento del misterio de amor que Dios nos ha revelado. Lo que le sucede a aquellos dos es un ejemplo también para nosotros. Contemplemos la escena evangélica para comprender su corazón. Los dos abandonan al Bautista y empiezan a seguir a Jesús. Después de un poco de camino, Jesús se da la vuelta y les pregunta: "¿Qué buscáis?" Son las primeras palabras que Jesús pronuncia en el cuarto Evangelio, pero es también la primera pregunta que se plantea a quien se acerca al Evangelio: "¿Qué buscas?", "¿Qué esperas?". Los dos discípulos quedan sorprendidos por esta pregunta y responden con otra: "Maestro, ¿dónde vives?" Y Jesús: "Venid y lo veréis". Es un diálogo que parece casi brusco, lapidario, animado por dos verbos: una invitación y una promesa. Jesús no se detiene en explicar; en efecto, el suyo no es un programa que requiera largas y complejas explicaciones doctrinales. Él propone una experiencia: "Venid y lo veréis". Y así sucedió. Escribe el evangelista que los dos "Fueron, pues, vieron donde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima". Quedarse en casa de Jesús significa echar raíces en su compañía, entrar en comunión con él. Aquella experiencia cambió para siempre la vida de aquellos dos: eran Andrés y Juan. Y todo el que ha seguido su ejemplo ha encontrado también cambiada su vida. Le sucedió también a Simón, hermano de Andrés. En el encuentro con Jesús Pedro sintió que su nombre cambiaba: recibió la nueva vocación de ser "piedra" para los hermanos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.