ORACIÓN CADA DÍA

Oración de la Pascua
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración de la Pascua


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 20,11-18

Estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.» Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.» Jesús le dice: «María.» Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» - que quiere decir: «Maestro» -. Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.» Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia nos hace permanecer todavía junto a aquel sepulcro donde había sido depositado el cuerpo de Jesús, y nos muestra a María Magdalena, que está allí llorando la muerte de su Señor. La pérdida del único que la había comprendido y la había liberado de siete demonios no le había hecho quedarse en casa, petrificada en el dolor y paralizada por la resignación y la derrota. Al contrario, la empuja a ir al sepulcro para estar junto a él: no podía estar sin el maestro, aunque estuviese muerto. ¡Qué lejos estamos del amor de esta mujer! Lloramos demasiado poco la pérdida del Señor. María está desconsolada pero no resignada; a todos, a los dos ángeles y al "jardinero", pregunta dónde está Jesús. Se vuelca por completo en buscar al Maestro, nada más le interesa. Es realmente el ejemplo de la verdadera creyente, de quien no deja de buscar al Señor. Interroga incluso al "jardinero": ve a Jesús con los ojos pero no le reconoce. Sólo cuando oye la voz, cuando es llamada por su nombre, se le abren los ojos. Es lo que nos sucede también a nosotros con el Evangelio: no son los ojos los que nos permiten reconocer a Jesús sino la voz, su palabra. Ese timbre, ese tono, ese nombre pronunciado con una ternura que tantas veces le había tocado el corazón, hacen caer la barrera que la muerte había puesto entre ella y Jesús, y María lo reconoce al oír su voz. Escucharle con el corazón de aquella mujer, aunque sea una sola vez, significa no abandonarlo más. La voz de Cristo (el Evangelio) no se olvida; aunque la escuchemos sólo un momento, ya no renunciamos a ella. La familiaridad con las palabras evangélicas es de hecho familiaridad con el Señor: constituye el camino para verlo y encontrarlo. María se arroja a los pies de Jesús y lo abraza con el cariño vehemente de quien ha reencontrado al hombre decisivo en su vida. Pero Jesús le dice: "Deja de tocarme… vete a mis hermanos". El amor evangélico es una energía que empuja a ir más allá; María fue todavía más feliz mientras corría nuevamente hacia los discípulos para anunciar a todos: "He visto al Señor". Ella, la pecadora, se convierte en la primera "apóstola" del Evangelio de la resurrección.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.