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Oración de la Pascua
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Oración de la Pascua

Recuerdo del genocidio de 1994 en Ruanda
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Libretto DEL GIORNO
Oración de la Pascua

Recuerdo del genocidio de 1994 en Ruanda


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 24,13-35

Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. El les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?» Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?» El les dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazoreo, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.» El les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado.» Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con la narración de Emaús la Iglesia nos hace permanecer todavía dentro de la Pascua: no debemos alejarnos de ella; es más, estamos invitados a revivirla para saborear su misterio. El viaje de los dos discípulos continúa hoy con nosotros. Podríamos decir que su tristeza es también la nuestra, y ciertamente la de tantos hombres y mujeres que viven aplastados por el dolor y la violencia. ¿Cuántos, todavía hoy, cediendo a la resignación que no cambia nada, como aquellos dos discípulos, regresan a su pequeño pueblo, a sus propias ocupaciones e intereses personales? Es verdad que no faltan motivos justos para resignarse: el mismo Evangelio es derrotado a menudo por el mal. Todos vemos que con frecuencia el odio triunfa sobre el amor, el mal sobre el bien, la indiferencia sobre la compasión. Pero he aquí que llega a nosotros un extranjero -sí, uno que no se ha resignado a la mentalidad del mundo-, que comienza a explicarnos las Escrituras. Se entabla un diálogo entre aquellos dos y el extranjero, y poco a poco, según este diálogo continúa, la tristeza de los dos se funde y el corazón se caldea. No se dan cuenta de lo que sucede: se necesita crecer en el conocimiento y en el amor para que los ojos se abran. Tras la conversación, hacia el final del viaje, surge de sus corazones una oración sencilla: "Quédate con nosotros". El extranjero escucha su oración; había sido él mismo quien sugiriese a los discípulos: "Pedid y recibiréis" (Jn 16, 24). Dice el Apocalipsis: "Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20). Jesús entró a cenar con ellos, y mientras partía el pan lo reconocieron. Viendo aquel gesto de "partir el pan", que sólo Jesús sabía hacer, los dos reconocieron al Maestro. Ya no estaba en la tumba; es más, los acompañaba ahora a lo largo de los caminos del mundo. Entonces salieron de inmediato para comunicar el Evangelio de la resurrección a los otros hermanos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.