ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

2Reyes 4,1-7

Una de las mujeres de la comunidad de los profetas clamó a Eliseo diciendo: "Tu siervo, mi marido, ha muerto; tú sabes que tu siervo temía a Yahveh. Pero el acreedor ha venido a tomar mis dos hijos para esclavos suyos." Eliseo dijo: "¿Qué puedo hacer por ti? Dime qué tienes en casa." Respondió ella: "Tu sierva no tiene en casa más que una orza de aceite." Dijo él: "Anda y pide fuera vasijas a todas tus vecinas, vasijas vacías, no te quedes corta. Entra luego y cierra la puerta tras de ti y tras de tus hijos, y vierte sobre todas esas vasijas, y las pones aparte a medida que se vayan llenando." Se fue ella de su lado y cerró la puerta tras de sí y tras de sus hijos; éstos le acercaban las vasijas y ella iba vertiendo. Cuando las vasijas se llenaron, dijo ella a su hijo: "Tráeme otra vasija." El dijo: "Ya no hay más." Y el aceite se detuvo. Fue ella a decírselo al hombre de Dios, que dijo: "Anda y vende el aceite y paga a tu acreedor, y tú y tus hijos viviréis de lo restante."

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En el capítulo cuatro se narran algunos milagros de Eliseo que recuerdan a los ya realizados por Elías. Se podría decir que la Palabra de Dios continúa su obra en la historia de los hombres. El primer milagro es la multiplicación del aceite para favorecer a una viuda, cuyo marido era miembro de la comunidad de profetas. Ella, con total confianza dirige su invocación al profeta para que le ayude a pagar una deuda, pues de no saldarla el acreedor la obligaría a vender como esclavos a sus hijos. A la pregunta del profeta sobre qué tenía ella en casa, contesta que sólo tiene un frasco de aceite de perfume. Es una afirmación que recuerda muchas otras escenas evangélicas que manifiestan la pobreza de quien pide ayuda pero es rico, en cambio, en invocaciones. Eliseo, conmovido por la fe de aquella mujer que no se resigna sino que pone su confianza en la fuerza del profeta, le organiza un milagro. No hace un gesto mágico, sino que pide a aquella mujer que vaya a pedir las vasijas vacías de sus vecinos. Luego le dice que entre en su casa y que cierre la puerta tras de sí. Es una exhortación que Jesús hará a los discípulos cuando les invita a rezar: "Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto" (Mt 6, 6). Aquellas vasijas vacías se van llenando poco a poco de aceite hasta arriba. La viuda, al ver lo sucedido, vuelve de nuevo adonde el profeta: quiere ponerse totalmente bajo su palabra. Sabe que puede depositar su confianza en él. Y el profeta le dice que venda aquel aceite fruto del milagro. Y con lo obtenido de la venta no sólo cancela la deuda sino que se asegura un futuro para ella y para sus hijos. Podemos comparar esta escena al milagro de la predicación que llena nuestros corazones, vacíos y fríos, con el amor y la fuerza del Señor. No sólo nosotros mismos encontramos la salvación, sino que además nos convertimos en fuente de amor y de misericordia para los demás. Lo que se nos pide a nosotros es que obedezcamos la Palabra de Dios del mismo modo que hizo aquella viuda, que, actuando así, salvó su vida y la de sus hijos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.