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Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias

Memoria de Jesús crucificado

Memoria de san Antonio de las cuevas de Kiev (+1073). Padre de los monjes rusos, junto a san Teodosio, está considerado el fundador del Monasterio de las cuevas.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado

Memoria de san Antonio de las cuevas de Kiev (+1073). Padre de los monjes rusos, junto a san Teodosio, está considerado el fundador del Monasterio de las cuevas.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judit 10,1-23

Acabada su plegaria al Dios de Israel, y dichas todas estas palabras, se levantó Judit del suelo, llamó a su sierva y bajando a la casa donde pasaba los sábados y solemnidades, se quitó el sayal que vestía, se desnudó de sus vestidos de viudez, se baño toda, se ungió con perfumes exquisitos, se compuso la cabellera poniéndose una cinta, y se vistió los vestidos que vestía cuando era feliz, en vida de su marido Manasés. Se calzó las sandalias, se puso los collares, brazeletes y anillos, sus pendientes y todas sus joyas, y realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir los ojos de todos los hombres que la viesen. Luego dio a su sierva un odre de vino y un cántaro de aceite, llenó una alforja con harina de cebada, tortas de higos y panes puros, empaquetó las provisiones y se lo entregó igualmente a su sierva. Luego se dirigieron a la puerta de la ciudad, de Betulia, donde se encontraron con Ozías y con Jabrís y Jarmís, ancianos de la ciudad. Cuando vieron a Judit con el rostro transformado y mudada de vestidos, se quedaron maravillados de su extremada hermosura y le dijeron: «¡Que el Dios de nuestros padres te haga alcanzar favor
y dé cumplimiento a tus designios,
para gloria de los hijos de Israel
y exaltación de Jerusalén!» Ella adoró a Dios y les dijo: «Mandad que me abran la puerta de la ciudad para que vaya a poner por obra los deseos de que me habéis hablado.» Ellos mandaron a los jóvenes que le abrieran, tal como lo pedía. Así lo hicieron ellos, y salió Judit con su sierva. Los hombres de la ciudad la siguieron con la mirada mientras descendía por la ladera, hasta que llegó al valle; y allí la perdieron de vista. Avanzaron ellas a derecho por el valle, hasta que le salió al encuentro una avanzada de los asirios, que la detuvieron y preguntaron: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas?» Ella respondió: «Hija de hebreos soy y huyo de ellos, porque están a punto de ser devorados por vosotros. Vengo a presentarme ante Holofernes, jefe de vuestro ejército, para hablarle con sinceridad y mostrarle un camino por el que pueda pasar para adueñarse de toda la montaña, sin que perezca ninguno de sus hombres y sin que se pierda una sola vida». Oyéndola hablar aquellos hombres, y viendo la admirable hermosura de su rostro, le dijeron: «Has salvado tu vida con tu decisión de bajar a presentarte ante nuestro señor. Dirígete a su tienda, que algunos de los nuestros te acompañarán hasta ponerte en sus manos. Cuando estés en su presencia, no tengas miedo; anúnciale tus propósitos y él se portará bien contigo.» Y eligieron entre ellos cien hombres que le dieran escolta a ella y a su sierva y las llevaran hasta la tienda de Holofernes. Habiéndose corrido por todas las tiendas la noticia de su llegada, concurrió la gente del campamento, que hicieron corro en torno a ella, mientras esperaba, fuera de la tienda, que la anunciasen a Holofernes. Se quedaban admirados de su belleza y, por ella, admiraban a los israelitas, diciéndose unos a otros: «¿Quién puede menospreciar a un pueblo que tiene mujeres como ésta? ¡Sería un error dejar con vida a uno solo de ellos, porque los que quedaran, serían capaces de engañar a toda la tierra!» Salieron, pues, los de la escolta personal de Holofernes y todos sus servidores y la introdujeron en la tienda. Estaba Holofernes descansando en su lecho, bajo colgaduras de oro y púrpura recamadas de esmeraldas y piedras preciosas. Se la anunciaron y él salió hasta la entrada de la tienda, precedido de lámparas de plata. Cuando Judit llegó ante Holofernes y sus ministros, todos se maravillaron de la hermosura de su rostro. Cayó ella rostro en tierra y se postró ante él, pero los siervos la levantaron.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judit se convierte en instrumento del Señor poniéndose atractiva: se quita la ropa de luto y penitencial y se pone la ropa de fiesta con perfumes y adornos hasta el punto de que "realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir a todos los hombres que la viesen" (10, 4), y de hecho hasta los mismos ancianos de Betulia "cuando vieron a Judit con el rostro transformado… se quedaron maravillados de su extremada hermosura" (10, 7), y tal vez empezaron a entender qué impulsa a Judit, porque le desean que el Señor le haga llevar a cabo lo que había determinado para "exaltación de Jerusalén" (10, 8). Judit sale de la ciudad "sola", con la sierva que llevaba la comida, pura según la ley, para su sustento, y va hacia el campo enemigo, seguida por las miradas de los hombres de su ciudad, que ya no se sabe si se sienten atraídos por su hazaña o por su belleza. Las dos mujeres se encuentran con los centinelas asirios, que quedan cautivados de inmediato por el aspecto de Judit al ver "la admirable hermosura de su rostro" (10, 14) y por eso cambian de opinión al instante sobre los israelitas: no hay que despreciarlos sino admirarlos. Aquí ya vemos la premisa que allana el camino a Judit: puesto que "se quedaban admirados de su belleza" (en esta parte de la narración el autor subraya a menudo el estupor frente a la belleza de Judit), no ha de extrañar que le sea fácil acceder a Holofernes, que estaba acomodado en la riqueza de su poder, bajo colgaduras de oro y púrpura recamadas de esmeraldas y piedras preciosas; éste sale a su encuentro, sabiendo mantenerse en su papel de jefe, aunque en realidad ya ha sido seducido (cf. 12, 16). En Judit podemos ver a todo el pueblo de Dios que no tiene otro salvoconducto que su fe. El pueblo de los creyentes es como una pobre mujer sola pero que tiene como única arma la belleza, es decir, una fe que sabe resplandecer. Se podría decir que la belleza es la verdad que sabe atraer y sacudir el corazón. Lo que convierte el corazón del hombre es la belleza de la verdad, que conquista sin mortificar a quien se ve atraído por ella. La belleza de Judit es el reflejo de la sabiduría de Dios. Esa es la belleza que atrae a los hombres. En Judit refulge la gloria de Israel, fiel a Dios que lo ha elegido. Dios vence atrayendo hacia Él, mientras que los hombres vencen utilizando la fuerza y esclavizando. Aquel que se siente atraído y vencido por la belleza no se siente esclavo. Es seducido, como indica Jeremías: "Me has seducido, Señor, y me dejé seducir" (Jr 20, 7). La belleza de Judit es el reflejo de la belleza misma de Dios, de la sabiduría: "Ella es más bella que el sol… comparada con la luz sale ganando"; y también: "Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me empeñé en hacerla mi esposa, enamorado de su belleza" (Sb 7, 29; 8, 2). Esta página bíblica plantea una pregunta: ¿hasta qué punto el creyente y la misma comunidad se esfuerzan por ser "atractivos", es decir, por mostrar una existencia que sea hermosa y, por tanto, que valga la pena vivir? La belleza de la vida de la comunidad de los creyentes nunca es indiferente. El texto habla de "admirable hermosura" (10, 14). Los enemigos se ven derrotados por la belleza de Judit y, en lugar de hacerla prisionera, se convierten en sus prisioneros y hacen lo que ella les pide. Un ejército de ciento veinte mil infantes no fue capaz de ocupar una pequeña ciudad, mientras que Judit sola los vence a todos, caminando segura entre los enemigos, sin que estos reaccionen, sin que hagan ni siquiera un movimiento para dominarla. Así vence Dios a sus enemigos. La belleza vencerá al mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.