ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias

Memoria de los santos y de los profetas

Memoria de san Miguel arcángel. La Iglesia etíope, una de las primeras de África, lo venera como protector.
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas

Memoria de san Miguel arcángel. La Iglesia etíope, una de las primeras de África, lo venera como protector.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 1,1-3

Revelación de Jesucristo; se la concedió Dios para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto; y envió a su Ángel para dársela a conocer a su siervo Juan, el cual ha atestiguado la Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo: todo lo que vio. Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Es el último libro del Nuevo Testamento y debe su nombre a la primera palabra: "apocalipsis", que significa revelación. En realidad, toda la Sagrada Escritura es una revelación del misterio de amor de Dios. Y si el Primer Testamento revela el misterio del amor de Dios y de su plan de salvación, este último libro del Nuevo Testamento revela el misterio de Jesús que ha venido a salvar al mundo del pecado y de la muerte mediante su muerte y su resurrección. El libro -como indica el autor, que según la tradición es Juan- también es una "profecía" (v. 3), es decir, una revelación del sentido de la vida, de aquel hilo conductor del amor de Dios que atraviesa y cohesiona la maraña de la historia humana hasta su cumplimiento en el cielo. Al terminar el texto, Juan utiliza palabras similares a las del inicio: "El Señor Dios, que inspira a los profetas, ha enviado a su ángel para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto. Mira, vengo pronto. Dichoso el que guarde las palabras proféticas de este libro" (22, 6-7). Jesús le comunica a Juan lo que ha recibido del Padre a través de un ángel. En efecto, siempre hace falta un ángel para oír y comprender el misterio de Dios. Ya el profeta Amós decía: "Nada hace el Señor sin revelar su secreto a sus siervos los profetas" (3, 7). La revelación, efectivamente, nunca es un proceso cerrado en cada uno de nosotros, no es una especie de autorrevelacion. Todos somos invitados a salir de nosotros mismos y a ponernos a escuchar a Otro. El Señor envía siempre a un ángel que nos habla y nos explica el Evangelio. Y aquel que, a su vez, lo comunica, como Juan, se convierte en un "siervo" de aquella palabra: no es enviado a comunicarse a sí mismo, sino a comunicar la Palabra de Dios, la voluntad de Dios, el pensamiento de Dios y los acontecimientos inminentes, "lo que ha de suceder pronto" (v. 1). Por eso Juan puede pronunciar la primera de las siete bienaventuranzas que atraviesan este libro: "dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía". Es una invitación personal ("dichoso el que lea") y al mismo tiempo común ("los que escuchen") a escuchar a Aquel que habla. La Palabra de Dios debe escucharse personalmente para que se creen aquellos vínculos que permiten que un grupo de extraños se conviertan en una comunidad de creyentes.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.