ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 20,11-15

Luego vi un gran trono blanco, y al que estaba sentado sobre él. El cielo y la tierra huyeron de su presencia sin dejar rastro. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras. Y el mar devolvió los muertos que guardaba, la Muerte y el Hades devolvieron los muertos que guardaban, y cada uno fue juzgado según sus obras. La Muerte y el Hades fueron arrojados al lago de fuego - este lago de fuego es la muerte segunda - y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Es el auténtico juicio final, el último acto de la historia que inaugura la eternidad. Un acto que había sido anunciado varias veces y que ahora Dios mismo lleva a cabo. El juicio se basa en los libros celestiales en los que figuran de manera auténtica todas las acciones y todos los secretos de cada hombre. Se podría decir que en el cielo hay como un inmenso archivo que rebatirá todas las falsedades de los archivos humanos: cada hombre será iluminado y atravesado por la mirada de Dios que lo juzgará en función del amor. Vuelven a la memoria las palabras de Jesús a los discípulos cuando, después de volver de su primera misión evangelizadora, dijo: "No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos" (Lc 10, 20). En el centro de la escena del juicio hay un gran trono blanco, símbolo de la gloria y del poder único de Dios. Delante de dicho trono pasa toda la humanidad para ser juzgada, no de manera anónima y masificada sino individualmente. El apóstol Pablo recuerda a los Corintios que llega el momento en el que "todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal" (2 Co 5, 10). Todos son juzgados, los vivos y los muertos (estos últimos provenientes del mar, signo de la muerte y de la negación del horizonte de la vida). Una vez finalizado el juicio se perfila para la muerte, para el Hades y para todos los pecadores (aquellos que no están inscritos en el "libro de la vida" divino) el destino atroz del "lago de fuego", la ciénaga infernal que Juan cita hasta tres veces, de manera casi obsesiva. Se intenta así representar el alejamiento de Dios y de su vida. La tradición cristiana llamará infierno a este lugar, y es "la muerte segunda", el final irremediable, la condena a quedar segregado de la luz y de la vida divina. La "muerte segunda" y Satanás son el anti-Dios y suman a su causa a sus fieles y acólitos. Se lee en el libro bíblico de la Sabiduría: "Los impíos invocan a la muerte con gestos y palabras; haciéndola su amiga, se perdieron; se aliaron con ella y merecen ser sus secuaces" (Sb 1, 16). En la escena del juicio final que dibuja Mateo, Cristo dice "a los de su izquierda: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles’" (Mt 25, 41).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.