ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 8,5-11

Al entrar en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos.» Dícele Jesús: «Yo iré a curarle.» Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: "Vete", y va; y a otro: "Ven", y viene; y a mi siervo: "Haz esto", y lo hace.» Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos,

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje evangélico de este primer lunes de Adviento nos presenta a un centurión romano que se acerca a Jesús para pedirle la curación de su siervo. Este centurión que deja la casa para acudir donde Jesús e invocar la curación, podemos decir que es verdaderamente un hombre del Adviento, es decir, alguien no resignado al mal que espera la curación, que espera en alguien que puede ayudarle. Imitémoslo y vayamos también nosotros hacia el Señor para ser salvados. Quizá somos como él en muchas cosas. Él es un hombre adulto que no participa de la fe de Israel. Además es también un militar, probablemente un oficial del pequeño ejército de Herodes Antipas. Todas estas razones deberían impedirle dirigirse a un Maestro judío para pedir ayuda. Pero tiene a un siervo enfermo. La preocupación por el siervo -que es una bella actitud- le empuja a salir para acudir a Jesús. No sabe bien cómo dirigirse a aquel joven profeta, pero intuye que es suficiente con poner un poco de su corazón en aquellas manos buenas para ser atendido. Jesús lee en el corazón del centurión y, con la generosidad de quien sabe conmoverse, va más allá de la petición del centurión y le responde que irá a su casa para curar al siervo. ¿Quién de nosotros, llegados a este punto, no se aprovecharía de una generosidad tan grande? A aquel centurión, sin embargo, le resulta aún más embarazoso: se encuentra ante aquel profeta que viene de Dios y que de inmediato comprende su pobreza y su poquedad. Y replica a Jesús que no es digno de que vaya a su casa. Sí, aquel centurión, muy distinto a nosotros, siente vergüenza ante un hombre tan bueno. Y pronuncia aquellas espléndidas palabras que la liturgia, con gran sabiduría espiritual, pone sobre nuestros labios: "Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano". Su pensamiento se podría interpretar más o menos así: "Si yo, que estoy bajo la autoridad imperial, tengo poder sobre mis soldados, ¿cuánto más tú, que vienes de Dios?". Pero Jesús, viendo la sinceridad del corazón de este hombre, elogia su fe. Es un pagano, pero tiene una fe grande. En efecto, la fe no es pertenencia sino adhesión total a Jesús. Y aquel centurión escucha de aquel profeta bueno: "Anda; que te suceda como has creído". Se podría decir que el Señor se ha inclinado ante su fe. En efecto, aquel siervo enfermo fue curado "en aquella hora", como advierte el evangelista para mostrar el poder de la palabra de Jesús. En realidad también aquel centurión resultó curado: en el encuentro con Jesús ha descubierto que es indigno, pero ha encontrado a quien le comprende en profundidad. Con los sentimientos de este centurión pagano podemos acercarnos hacia el Señor, seguros de que vendrá a nuestro encuentro.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.