ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Ambrosio (+ 397), obispo de Milán. Pastor de su pueblo, se mantuvo fuerte ante la arrogancia del emperador.
Fiesta de la Inmaculada Concepción de María
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Ambrosio (+ 397), obispo de Milán. Pastor de su pueblo, se mantuvo fuerte ante la arrogancia del emperador.
Fiesta de la Inmaculada Concepción de María


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 18,12-14

¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las 99 no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Las palabras del Evangelio que hemos escuchado presentan al buen pastor cuya primera virtud es la misericordia. El Señor se pregunta: "¿Qué ocurre si una oveja se pierde?". En realidad quiere decirnos qué hace Él mismo si una oveja se aleja. Pues bien, dice Jesús, el pastor -es decir él mismo y con él los discípulos de todo tiempo- abandona a las demás ovejas y se pone a la búsqueda de la perdida hasta que la encuentra. Jesús no toma en consideración la culpa de la oveja, llama solamente a la responsabilidad del pastor. El extravío de la oveja, incluso de una sola, no disminuye el cuidado del pastor hacia ella, es más, crece. El evangelista añade que si la encuentra -desgraciadamente no siempre la búsqueda llega a buen término- "tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas". Y, saliendo de la parábola, Jesús aclara que la voluntad del Padre es que ninguno se pierda. Es más, el Padre manda a su propio Hijo precisamente para esto, para encontrar lo que se había perdido. Este es el sentido más profundo del misterio de la Navidad que vamos a celebrar. Contrariamente al poco cuidado que tenemos los unos de los otros, el Señor cuida de cada uno a partir de los que se han extraviado. La mirada de Dios se posa sobre cada persona y de cada una se hace cargo. He aquí la calidad del amor que debe reinar en la vida de las comunidades cristianas; un amor que verdaderamente no conoce ni límites ni medidas. Cada discípulo debe tener el mismo cuidado que tiene Dios hacia cada hermano y hermana. De un amor como este es de donde nace la alegría y la fiesta de la fraternidad. Escuchando esta página evangélica no podemos dejar de interrogarnos sobre la cualidad del amor que sentimos entre nosotros y en nuestras comunidades cristianas. ¡Cuántos se debilitan y a veces incluso se alejan sin que nadie se haga cargo de ellos! Jesús, buen pastor, nos llama a la primacía del amor por los demás, sobre todo de los débiles y de quien se deja llevar por el pecado.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.