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Memoria de la Iglesia
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Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las antiguas Iglesias de Oriente (siro-ortodoxa, copta, armenia, asiria) Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia

Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las antiguas Iglesias de Oriente (siro-ortodoxa, copta, armenia, asiria)


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 3,7-12

Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar, y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón, una gran muchedumbre, al oír lo que hacía, acudió a él. Entonces, a causa de la multitud, dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca, para que no le aplastaran. Pues curó a muchos, de suerte que cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle. Y los espíritus inmundos, al verle, se arrojaban a sus pies y gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios.» Pero él les mandaba enérgicamente que no le descubrieran.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

A la vista de la obstinación de los fariseos, Jesús abandona Cafarnaún y su sinagoga para hablar con más libertad a las multitudes que siguen reuniéndose en torno a él. De ahora en adelante ya no entrará en las sinagogas, como había hecho hasta ese momento, sino que elige las orillas del lago y otros lugares al aire libre para enseñar a los que le siguen. Y sucedía que cuanto más se ensañaban los fariseos contra Jesús, tanto más acudía la gente a él. En efecto, las multitudes son con frecuencia las protagonistas de las narraciones evangélicas. Jesús, a cualquier ciudad o región a la que vaya, se encuentra ya siempre circundado por multitudes que se agolpan en torno suyo. Son muchos los que acuden de todas las regiones, como recuerda este pasaje; y son incluso agobiantes, hasta el punto de obligar a Jesús a subir a una barca para no ser aplastado. Todos se le echaban encima para tocarlo, como para descargar sobre él su dolor y sus esperanzas. Por otra parte, ¿a quién podrían acudir que no les rechazara? Saben bien que encontrarán a un hombre bueno y compasivo que nunca les dará la espalda. Llegaban con el equipaje de sus preguntas, sus problemas, sus dificultades, sus esperanzas, sus miedos, sus angustias, convirtiéndose incluso en un agobio. Como ocurre siempre: las demandas del que necesita ayuda, apoyo, respuestas, son siempre "agobiantes". En cambio nosotros, para garantizarnos nuestra tranquilidad y nuestro orden, querríamos que todo ocurriese de acuerdo con nuestros ritmos, y por esto desearíamos que los pobres fueran como no son, es decir, abstractamente buenos, ordenados, honestos, respetuosos, etc. Jesús sabe bien cómo son los pobres, y también conoce nuestra mezquindad. Pero no les aleja, ni tampoco a nosotros; tan solo se separa un poco para subir a una barca de forma que no le arrollaran. Es una escena que conmueve por su fuerza. Tal vez deberíamos preguntarnos: ¿dónde pueden las multitudes de hoy, más numerosas que las de entonces, "tocar" a Jesús? ¿No deberían ser nuestras comunidades cristianas de hoy el cuerpo de Jesús que los pobres y los débiles pudieran alcanzar y "tocar"? Esto es tanto más necesario cuanto más parecen crecer las barreras para impedir que las muchedumbres de pobres, especialmente las del sur del mundo, rocen siquiera las fronteras de los países ricos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.