ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 6,52-59

Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo:
si no coméis la carne del Hijo del hombre,
y no bebéis su sangre,
no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre,
tiene vida eterna,
y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre,
permanece en mí,
y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado
y yo vivo por el Padre,
también el que me coma
vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo;
no como el que comieron vuestros padres,
y murieron;
el que coma este pan vivirá para siempre.»
Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esta página evangélica nos introduce en la segunda parte del discurso que Jesús hace en la sinagoga de Cafarnaún sobre el pan de la vida. Quienes le escuchan, cuando el discurso empezaba a aclararse y empezaba a pedir su participación en el misterio de Jesús, lo interrumpen y se ponen a murmurar contra él: no podían aceptar que aquel joven de Nazaret pudiera venir del cielo, hubiera sido enviado por Dios: "¿Cómo puede este darnos a comer su carne?". Hablan así porque no tienen intención de rebajarse a pedir a uno que piensan que es como ellos la ayuda para su vida, no quieren humillarse a confesar su hambre, a tender la mano como hacen los pobres y los mendicantes que necesitan ayuda. No quieren depender de él. Se sienten llenos de sí mismos. Y aquel que está lleno no pide, aquel que está lleno no se inclina. En realidad, aunque estamos llenos y rodeados de bienes, de alimentos y de palabras, tenemos hambre, hambre de felicidad, hambre de amor. Miremos a los pobres cómo piden con insistencia e imitémosles. Ellos hoy son nuestros maestros, pues manifiestan claramente lo que somos en secreto: mendicantes de amor y de atención. Tienen hambre los pobres, y no solo de pan, sino también de amor. Como nosotros. Jesús continúa diciéndonos también a nosotros: "si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros". Para tener vida no basta querer, no basta entender, es necesario comer. Hay que hacerse mendicante de un pan que el mundo no sabe producir y tampoco dar. Nosotros recibimos gratuitamente la mesa de la Eucaristía, todos podemos tomar parte en ella. Y cada vez que lo hacemos anticipamos el cielo en la tierra. Alrededor del altar encontramos lo que sacia nuestra hambre y nuestra sed para la eternidad. Y gracias a ese alimento sabemos qué es la vida eterna, la que vale la pena vivir: "el que me coma vivirá por mí". La Eucaristía nos modela para que dejemos de vivir solo para nosotros mismos y vivamos para el Señor y para los hermanos. La felicidad y la eternidad de la vida dependen del amor evangélico que recibimos en la Eucaristía.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.