ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 17,20-26

No ruego sólo por éstos,
sino también por aquellos
que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno.
Como tú, Padre, en mí y yo en ti,
que ellos también sean uno en nosotros,
para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste,
para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí,
para que sean perfectamente uno,
y el mundo conozca que tú me has enviado
y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre,
los que tú me has dado,
quiero que donde yo esté
estén también conmigo,
para que contemplan mi gloria,
la que me has dado,
porque me has amado
antes de la creación del mundo. Padre justo,
el mundo no te ha conocido,
pero yo te he conocido
y éstos han conocido
que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre
y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me has amado esté en ellos

y yo en ellos.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio presenta la tercera y última parte de la "oración sacerdotal" de Jesús. Se acerca la hora dramática de la pasión. Jesús ha levantado los ojos hacia el Padre y ha rezado por aquel pequeño grupo de discípulos. Su mirada ahora llega hasta todos aquellos que en cualquier tiempo creerán en el Evangelio por la predicación que escuchan. Las paredes del cenáculo parecen ensancharse y a ojos de Jesús se presenta una muchedumbre de hombres y mujeres provenientes de todas las partes de la tierra que esperan consuelo y paz. Jesús reza por ese extenso pueblo y le pide al Padre: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado". Jesús pide, ante todo, que sean uno. Sabe que el espíritu de división, que es el del diablo, los destruiría. Y no importa cómo se vista el diablo. Todo lo que divide está inspirado por el diablo. Es tanto el peligro que Jesús se atreve a hacer una oración ambiciosa, alta, casi imposible: que todos tengan la misma unidad que existe entre él y el Padre. El amor "exagerado" de Jesús pide lo imposible, porque sabe que el Padre ama, sin ponerse límites. En el dolor de aquella hora extrema siente la responsabilidad de todo el trabajo que queda por hacer, de todos los hombres y las mujeres que esperan el mensaje evangélico, de todas las necesidades que todavía esperan una respuesta. Por eso quiere protegerles y unirles a su misión: los discípulos continuarán el trabajo para el que el Padre lo había enviado a Él mismo. A ellos les ha dado a conocer el nombre de Dios y su amor por todos los hombres. Aquel que experimenta la belleza de este amor sabe que es un amor tan fuerte que nada podrá romperlo. Ni la muerte. Y la unidad entre ellos, el amor que los une en un vínculo santo, es el motivo por el que les creerán. No hay ninguna organización, ni siquiera la más perfecta técnicamente que pueda sustituir el amor entre los hermanos. Ese es también hoy el secreto de la eficacia de la Iglesia.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.