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Memoria de los pobres
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Memoria de los pobres

Recuerdo de san Ignacio, obispo de Antioquía. Fue condenado a muerte y llevado a Roma, donde murió mártir (+ 107). Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres

Recuerdo de san Ignacio, obispo de Antioquía. Fue condenado a muerte y llevado a Roma, donde murió mártir (+ 107).


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 12,13-21

Uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo.» El le respondió: «¡Hombre! ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?» Y les dijo: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes.» Les dijo una parábola: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: "¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?" Y dijo: "Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea." Pero Dios le dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?" Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús vuelve a mostrar cuál debe ser la actitud de los discípulos ante los bienes de la tierra. Toma el ejemplo de un hombre que le pide que intervenga para que dos hermanos se repartan equitativamente la herencia. Él se niega a intervenir. No es maestro de reparticiones, sino de las cosas de Dios y del alma humana. Por eso no interviene en el asunto de la herencia sino en el corazón de los hombres, porque es en el corazón de aquellos dos hermanos donde anida la avaricia, la codicia y el interés solo por ellos mismos. Los bienes son externos y no representan en sí mismos motivo de mal. Los corazones de aquellos dos hermanos -como pasa a menudo con los nuestros- estaban entumecidos a causa del dinero y de las ganas de poseer. En un terreno así solo pueden germinar divisiones y luchas, como recuerda Pablo a Timoteo: "el afán de dinero es la raíz de todos los males". Jesús explica esta actitud con la parábola del rico necio, que creía que la felicidad se obtiene acumulando bienes. Son muchos los que hoy también piensan lo mismo. ¡Cuánta gente continúa vendiendo incluso su corazón para obtener riquezas y consumir toda su vida por ellas! Existe una dictadura del materialismo que nos impulsa con una increíble fuerza a gastar nuestra vida para poseer y consumir las riquezas y los bienes materiales. Jesús explica que en la vida de este hombre rico -que sigue la lógica del avaro- no hay espacio para los demás, porque sus preocupaciones tienen como único fin acumular bienes para él. Este hombre rico, sin embargo, ha olvidado lo esencial, es decir, que nadie es amo de su propia vida. Podemos poseer riquezas, pero no somos amos de la vida. Y la felicidad no consiste en poseer bienes sino en amar a Dios y a los hermanos. Existe una verdad fundamental y cierta para todos: no fuimos creados para acumular riquezas sino para amar y para ser amados. El bien radical del hombre que hemos de buscar por todos los medios es el amor. Quien vive con amor acumula el verdadero tesoro para hoy y para el futuro. El amor, este extraordinario tesoro celestial, a diferencia de los bienes terrenales que se pueden perder, no corre el peligro de ser robado. El amor no se compra, es un don que recibimos de Dios, y no puede ser robado. Obviamente podemos disiparlo si no lo guardamos y sobre todo si no lo repartimos a los demás. Los frutos del amor permanecen para siempre. Jesús reanuda una tradición bíblica que compara las buenas obras a los tesoros que se guardan en el cielo, como un antiguo dicho judío, que rezaba: "mis padres acumularon tesoros por debajo, y yo he acumulado tesoros que dan intereses".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.