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Memoria de la Iglesia
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Memoria de la Iglesia

Recuerdo del histórico encuentro de Asís (1986) en el que Juan Pablo II invitó a representantes de todas las confesiones cristianas y de las grandes religiones mundiales a rezar por la paz. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia

Recuerdo del histórico encuentro de Asís (1986) en el que Juan Pablo II invitó a representantes de todas las confesiones cristianas y de las grandes religiones mundiales a rezar por la paz.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 13,31-35

En aquel mismo momento se acercaron algunos fariseos, y le dijeron: «Sal y vete de aquí, porque Herodes quiere matarte.» Y él les dijo: «Id a decir a ese zorro: Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día soy consumado. Pero conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén. «¡Jerusalén, Jerusalén!, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo las alas, y no habéis querido! Pues bien, se os va a dejar vuestra casa. Os digo que no me volveréis a ver hasta que llegue el día en que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mientras Jesús dirige sus pasos hacia Jerusalén, algunos fariseos lo advierten de que el rey lo está buscando para asesinarlo. No es el mismo Herodes de la infancia de Jesús, pero es de la misma familia. Se podría decir que la oposición al Evangelio es una tradición que continúa sin interrupción. El poder malvado de los hombres siempre tiene miedo de la fuerza del Evangelio, tanto si se manifiesta bajo la debilidad de un niño como si lo hace bajo la debilidad de una Palabra que no deja de resonar por todas partes predicando con claridad la primacía del amor. Esta predicación se ve obstaculizada por el Herodes de turno. Jesús podría huir para evitar el peligro de que lo apresaran y lo mataran, como le había pasado al Bautista. Probablemente Jesús comprendió que cada vez era más peligroso continuar su viaje hacia Jerusalén. Lo percibieron incluso los fariseos que pusieron a Jesús en guardia. No obstante, Jesús no se echa atrás, no puede traicionar al Evangelio, no puede bloquear su predicación. Sabe que el Evangelio es más fuerte que el poder de Herodes. Sabe que es necesario que la buena noticia del Reino sea predicada por los caminos de Galilea y de Judea hasta el interior de las murallas de Jerusalén. Por eso Jesús no huye de Herodes, no se detiene frente a los peligros y contesta a los fariseos: "No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén". E inmediatamente pronuncia aquel triste lamento sobre la ciudad santa que se ha alejado tanto de Dios que ya no sabe acoger la palabra de los profetas. Pero esta sordera la llevará hacia la destrucción: "¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo las alas, y no habéis querido!". Son palabras afligidas del Señor que tal vez debemos repetir también nosotros hoy respecto de nuestras ciudades, cada vez más marcadas por la violencia. Solo acogiendo la profecía de Dios, solo si las palabras de amor tienen un lugar en el corazón de los hombres, nuestras ciudades y nuestros países podrán encontrar el camino de una convivencia más pacífica y serena.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.