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Recuerdo de san León Magno, obispo de Roma, que guió la Iglesia en tiempos difíciles


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 17,20-25

Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el Reino de Dios, les respondió: «El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: "Vedlo aquí o allá", porque el Reino de Dios ya está entre vosotros.» Dijo a sus discípulos: «Días vendrán en que desearéis ver uno solo de los días del Hijo del hombre, y no lo veréis. Y os dirán: "Vedlo aquí, vedlo allá." No vayáis, ni corráis detrás. Porque, como relámpago fulgurante que brilla de un extremo a otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día. Pero, antes, le es preciso padecer mucho y ser reprobado por esta generación.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los fariseos le piden a Jesús cuándo llegará el Reino de Dios. Hicieron una pregunta similar también a los discípulos. Todos, en Israel, esperaban al mesías liberador. Y en el tiempo de Jesús esa espera era aún más viva, como demuestra la insistencia de los discípulos que encontramos en los Evangelios. Todos esperaban un reino como el de los poderosos de la tierra. Y no se daban cuenta de que el reino ya estaba entre ellos con aquel joven profeta. Jesús inauguraba el Reino de Dios en la tierra pero no "aparatosamente", es decir, no de forma imponente y espectacular. Efectivamente, nadie puede decir "está aquí" o "está allí", porque es de naturaleza espiritual, interior. No porque sea abstracto o vago, sino porque empieza por la conversión del corazón. Jesús mismo era el "tiempo nuevo" de la salvación: con su acción de curación y con su predicación luchaba contra el mal que perdía cada vez más terreno hasta la derrota definitiva a través de su muerte y resurrección. Por eso Jesús puede decir que el Reino de Dios "está entre vosotros", es decir, entre los que escuchan y ponen en práctica su palabra. Participar en el reino comporta también sufrimiento y dolor, como, por otra parte, le pasó también a Jesús. Aquellos días -y aquí Jesús se dirige claramente a los discípulos y no a los fariseos-, cuando la prueba será dura los discípulos querrán ver "uno solo de los días del Hijo del hombre", es decir, tener un poco de consuelo. Y no lo tendrán. Pero no por ello deben desviarse del camino del Maestro para seguirse a ellos mismos o a falsos ídolos que van apareciendo. Jesús advierte a los discípulos que no busquen "aquí o allá" al Mesías. Él es el único Señor al que deben seguir. El Evangelio se presenta como un "relámpago fulgurante que brilla de un extremo a otro del cielo"; su proclamación rompe la oscuridad del mundo y revela el rostro de Jesús. Bienaventurados seremos si nos dejamos cegar por esta palabra de salvación y no por otras habladurías vacías.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.