ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 17,26-36

«Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre. Comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca; vino el diluvio y los hizo perecer a todos. Lo mismo, como sucedió en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, construían; pero el día que salió Lot de Sodoma, Dios hizo llover fuego y azufre del cielo y los hizo perecer a todos. Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste. «Aquel Día, el que esté en el terrado y tenga sus enseres en casa, no baje a recogerlos; y de igual modo, el que esté en el campo, no se vuelva atrás. Acordaos de la mujer de Lot. Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará. Yo os lo digo: aquella noche estarán dos en un mismo lecho: uno será tomado y el otro dejado; habrá dos mujeres moliendo juntas: una será tomada y la otra dejada.» Y le dijeron: «¿Dónde, Señor?» El les respondió: «Donde esté el cuerpo, allí también se reunirán los buitres.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús continúa hablando a los fariseos que lo habían interrogado sobre el reino de los cielos y habla al respecto como de un evento imprevisto que coge por sorpresa. Por eso exhorta a todos a prepararse sin perder tiempo. Con dos ejemplos del Antiguo Testamento, el castigo del diluvio y la destrucción de Sodoma, Jesús nos advierte de que no nos resignemos al mal, de que no nos cerremos en nuestro egocentrismo, de que no llevemos una vida banal y sin sentido, llena únicamente de nuestro yo y de nuestras satisfacciones. Aquel que se mira únicamente a sí mismo no podrá acoger el "día" que venga el Hijo del hombre. Por eso es oportuno que el discípulo no tenga el corazón satisfecho de sí mismo y de sus cosas, como si no esperase nada y no tuviera nada que cambiar. El diluvio, dice Jesús, del mismo modo que el fuego del cielo, vino de repente y nadie pudo escapar porque, precisamente, cada uno se miraba a sí mismo. Jesús previene a los discípulos para que "aquel día" (v. 31) y "aquella noche" (v. 34) estén atentos. Y estar atento comporta la libertad del apego a las cosas y las tradiciones de cada uno. Sí, el desapego del mundo, de las "cosas", es fundamental para poder acoger en el corazón el Reino de Dios que llega. Y el debemos hacer extensivo el desapego también a las cosas que consideramos nuestro bien supremo: la vida. Dice Jesús: "Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará" (v. 33). ¿Qué significa? El evangelista Lucas ya había utilizado estas palabras, añadiendo "por mí" (9, 24). Lo que Jesús le pide al discípulo es gastar la vida, toda su vida, por el Evangelio. De ese modo la podemos conservar viva, e incluso hacer que crezca. Si nos quedamos con el Señor recogemos. En cambio, aquel que se queda solo consigo mismo, es decir, aquel que gasta su vida solo para sí mismo, no recoge nada. Cuando llegará el día establecido -continúa Jesús- no importará con quién estamos, sino que hayamos elegido a Jesús. De hecho, aunque dos estén en un mismo lecho o estén trabajando juntos, uno será llevado al cielo y el otro al infierno. Todo depende del corazón, de adónde lo encaremos. Aquel día los discípulos, como hacen los buitres que acuden allí donde está la presa, se reunirán alrededor del Señor para recibir la salvación.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.