ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cantar de los Cantares 1,7-8

Indícame, amor de mi alma,
dónde apacientas el rebaño,
dónde lo llevas a sestear a mediodía,
para que no ande yo como errante
tras los rebaños de tus compañeros. Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres!,
sigue las huellas de las ovejas,
y lleva a pacer tus cabritas
junto al jacal de los pastores.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En dos versículos el autor presenta la búsqueda por parte de la mujer de su amado. Este último todavía no ha entrado directamente en escena, pero la mujer lo invoca: "Indícame, amor de mi alma, dónde apacientas el rebaño, dónde sestea a mediodía". Es una pregunta sincera, apenada. La respuesta, sin embargo, no muestra la misma pasión, es más, no parece muy cordial: "sigue las huellas del rebaño". El deseo de la mujer no es suficiente para encontrar al amado, necesita indicaciones. Y con razón. Ella no quiere correr en vano y mucho menos ir detrás de ovejas errantes: "para que no ande así perdida tras los rebaños de tus compañeros". Los sentimientos de esta mujer hacen reflexionar al creyente. Éstos sugieren lo indispensables que son las indicaciones que vienen del Señor para que la búsqueda no sea en vano. Hay como un lazo indispensable entre el deseo de Dios, la búsqueda de su amistad y las indicaciones que Él mismo debe darnos. En el segundo libro de las Crónicas, por ejemplo, en un momento difícil para la historia de Israel y mientras la paz era verdaderamente rara, el profeta Azarías dijo al pueblo de los creyentes: "El Señor estará con vosotros mientras vosotros estéis con él; si le buscáis, se dejará hallar de vosotros; pero si le abandonáis, os abandonará. Durante mucho tiempo Israel estará sin verdadero Dios, sin sacerdote que enseñe y sin ley. Mas cuando en su angustia se vuelva al Señor, el Dios de Israel, y le busque, él se dejará hallar de ellos" (2 Cr 15, 2-4). La búsqueda del Señor necesita la ayuda misma de Dios para que llegue a buen fin. De hecho, él nos conoce en lo profundo más de cuanto nosotros nos conocemos a nosotros mismos. No sólo no nos abandona sino que nos ofrece ayuda por el camino. No es casualidad que el autor sagrado haga ahora intervenir al "coro" que dulcemente reprocha a la "hermosa entre las mujeres" y la exhorta: "sigue las huellas del rebaño, lleva a pacer tus cabritas junto al jacal de los pastores". El creyente está invitado a seguir las "huellas del rebaño", es decir, a no abandonar el pueblo que Dios ha escogido, a no alejarse de la comunidad que Dios mismo se ha construido. En ella el Señor ha puesto su morada para que nadie se extravíe. Canta el salmo: "El Señor te guarda del mal, él guarda tu vida. El Señor guarda tus entradas y salidas, desde ahora para siempre" (121,8). El Señor no abandona a sus hijos a un destino ciego o aún peor, a merced del mal. En verdad lo que se nos pide es robustecer nuestra búsqueda de Dios, para no extraviarlo y encontrarlo. Junto a la mujer del Cantar podemos divisar a otra mujer, María Magdalena, que no deja de buscar a su amado, Jesús, incluso ya muerto. Al jardinero del sepulcro le pregunta dolorida: "si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré" (Jn 20, 15). Y el Señor se dejó encontrar.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.