ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cantar de los Cantares 6,1-3

¿A dónde se fue tu amado,
oh la más bella de las mujeres?
¿A dónde tu amado se volvió,
para que contigo le busquemos? Mi amado ha bajado a su huerto,
a las eras de balsameras,
a apacentar en los huertos,
y recoger lirios. Yo soy para mi amado y mi amado es para mí:
él pastorea entre los lirios.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La enamorada ha terminado su canto sobre el amado. Y el coro le pregunta: "¿Adónde se fue tu amado... para que lo busquemos contigo?". La respuesta de la amada no se hace esperar: está con él, le ha alcanzado y ahora mueve sus pasos por "su" jardín, es decir, entre los brazos de la amada. El jardín, como hemos visto, es el símbolo de la amada. La larga búsqueda ha llegado a su conclusión. El autor no describe cómo se ha producido el encuentro, le basta con fijar la escena del abrazo entre los dos. El amado desciende a "apacentar en los huertos y recoger azucenas", es decir, a alimentarse del amor y de sus frutos. Es la comunión de vida, de intenciones, de pasión, de destino, que se instaura entre el Esposo y la Esposa, entre el Señor e Israel, entre Jesús y la Iglesia. Este es el sentido de la afirmación: "Mi amado es mío y yo de mi amado". Por encima de una posible ambigüedad del interrogante de las "muchachas de Jerusalén" que aparece al inicio del pasaje, es clara la unicidad de la relación. Es la segunda vez en el Cantar que la amada hace suya la promesa que el Señor ha hecho a su pueblo: "El Señor será mi Dios, y yo seré su pueblo". El profeta Jeremías escribe: "Van a llegar días -oráculo del Señor- en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza ... pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jr 31,31-33). Tanto Israel como la Iglesia hacen suyas las palabras de la esposa. Es el misterioso lazo que une estas dos tradiciones religiosas. La unidad entre Israel y la Iglesia es la exclusividad del amor con Dios. El Señor e Israel, Cristo y la Iglesia, están unidos el uno al otro. Ninguno de los dos vive ahora sin el otro. Gregorio de Nisa comenta de esta forma: "Al alma purificada se le concede no albergar dentro de sí nada más que Dios". Ninguno de los dos "puede" vivir sin el otro. Si el Señor quiere llevar a pastar a su rebaño, lo hará entre las azucenas que son su pueblo, y si el judaísmo o la Iglesia deben existir, admitirán en sus pastos solamente al Señor. Sí, Israel y la Iglesia, recíprocamente, sólo pueden existir en la medida en que reconocen que profesan la peculiaridad y la exclusividad de la alianza con el Señor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.