ORACIÓN CADA DÍA

Oración por los enfermos
Palabra de dios todos los dias

Oración por los enfermos

Recuerdo de los santos Basilio el Grande (330-379), obispo de Cesarea y padre del monaquismo en Oriente, y Gregorio de Nacianzo (330-389), doctor de la Iglesia y patriarca de Constantinopla. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración por los enfermos
Lunes 2 de enero

Recuerdo de los santos Basilio el Grande (330-379), obispo de Cesarea y padre del monaquismo en Oriente, y Gregorio de Nacianzo (330-389), doctor de la Iglesia y patriarca de Constantinopla.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 1,19-28

Y este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron donde él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: «¿Quién eres tú?» El confesó, y no negó; confesó: «Yo no soy el Cristo.» Y le preguntaron: «¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías?» El dijo: «No lo soy.» - «¿Eres tú el profeta?» Respondió: «No.» Entonces le dijeron: «¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?» Dijo él: «Yo soy voz del que clama en el desierto:
Rectificad el camino del Señor,

como dijo el profeta Isaías.» Los enviados eran fariseos. Y le preguntaron: «¿Por qué, pues, bautizas, si no eres tú el Cristo ni Elías ni el profeta?» Juan les respondió: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia.» Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio que hemos escuchado hoy nos lleva al inicio de la vida pública de Jesús y nos presenta a Juan, el Bautista. Es la primera persona que se encuentra en el cuarto Evangelio. Es un hombre justo y austero, vive en el desierto, lejos de la capital religiosa y política de Israel. Sin embargo, son muchos los que acuden a él para recibir un bautismo de penitencia y ser así regenerados a una vida más serena. Todos le estiman, hasta el punto de señalarlo como el Mesías, o como Elías, o, en todo caso, como un gran profeta. En aquel tiempo había una extraordinaria necesidad de esperanza. Y, ¿no la hay quizá también hoy puesto que estamos arrollados por una vida convulsa que muchas veces nos roba la sonrisa y la serenidad? También nosotros necesitamos a alguien que nos ayude, pero debemos ser advertidos de que sólo Jesús salva, no otros. El Bautista lo había comprendido bien, y cuando la gente pensaba que él era el "salvador", él se burlaba e insistía en decir: "No soy el profeta, no soy el Mesías". De sí mismo sólo dice: "Yo soy la voz del que clama en el desierto: rectificad el camino del Señor". Y ¿qué es una voz? Poco más que nada. Sin embargo, las palabras que el Bautista pronuncia no son vanas: provienen de un corazón justo. Son palabras verdaderas que llegan al corazón. Esta es su fuerza: una fuerza débil pero que consigue tocar el corazón de quien lo escucha. Juan representa a los testigos del Evangelio, podríamos decir que representa a la misma Iglesia: es decir, ser una voz que señala Jesús a los hombres. Juan no se pertenece, no es (ni quiere ser) el centro de la escena; él indica a otro: al Señor. De la misma manera la Iglesia no se pertenece, no vive para sí misma sino para conducir a los hombres hacia Jesús. Lo mismo ocurre para cada discípulo, ya sea ministro o simple fiel: todos estamos llamados a llevar a los demás hacia Jesús, desde luego no hacia nosotros mismos. El discípulo no es un protagonista que atrae hacia sí, sino un creyente que indica el Señor a los demás. Esta es su vocación y también su alegría.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.