ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 10 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Proverbios 1,8-19

Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre
y no desprecies la lección de tu madre: corona graciosa son para tu cabeza
y un collar para tu cuello. Hijo mío, si los pecadores te quieren seducir,
no vayas. Si te dicen: "¡Vente con nosotros,
estemos al acecho para derramar sangre,
apostémonos contra el inocente sin motivo alguno, devorémoslos vivos como el seol,
enteros como los que bajan a la fosa!; ¡hallaremos toda clase de riquezas,
llenaremos nuestras casas de botín, te tocará tu parte igual que a nosotros,
para todos habrá bolsa común!": no te pongas, hijo mío, en camino con ellos,
tu pie detén ante su senda, porque sus pies corren hacia el mal
y a derramar sangre se apresuran; pues es inútil tender la red
a los ojos mismos de los pajarillos. Contra su propia sangre están acechando,
apostados están contra sus propias vidas. Esa es la senda de todo el que se entrega a la rapiña:
ella quita la vida a su propio dueño.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La enseñanza de la sabiduría se presenta como la de un padre y una madre. En efecto, así es Dios para los hombres. Él es como un padre que debería ser escuchado por sus hijos, como una madre que enseña a caminar y que alimenta a sus hijos. Su palabra es alimento, sacia a quien la acoge. En un mundo que deja con frecuencia huérfanos, Dios se dirige a nosotros con amor apasionado, como a hijos. Eso somos siempre para él, aun cuando nos alejamos. Como otras veces en la Biblia, la escucha está al inicio de la alianza entre Dios y su pueblo. "Escucha, Israel", pide el Señor (Dt 6,4). Los profetas con frecuencia invitan al pueblo a que escuche. Quien no escucha al Señor que habla se escucha sólo a sí mismo, y acaba despreciando la enseñanza de Dios, es decir, considerándola inútil para la vida. La enseñanza de Dios, su palabra, es algo precioso, como la corona y los objetos preciosos que adornan a una mujer: "serán hermosa corona en tu cabeza y gargantilla en tu cuello". ¿Por qué esta insistencia en la escucha? Hay una seducción del mal que asecha la vida del creyente y a la que es fácil ceder. La escucha se convierte en algo dirimente: quien no acoge la Palabra de Dios se deja fácilmente arrastrar por los que, con el engaño, quieren envolverlo en una vida dominada por el dinero, del que depende toda violencia. La avaricia de bienes, la obsesión por la posesión, la insaciabilidad del rico, son parámetros sobre los que también vive nuestra sociedad y propone como modelo. El texto parece decir que por el dinero y la riqueza se está dispuesto a todo, incluso a llevar adelante un complot contra el inocente. Son reflexiones no alejadas de cuanto sucede en nuestra sociedad, donde la dictadura del materialismo provoca una sed insaciable de dinero, que genera violencia e injusticia. Pero el final de quien vive de esta forma está marcado para siempre. Esta es la enseñanza del sabio que escucha la voz de Dios: "Se emboscan contra sí mismos y atentan contra sus propias vidas. Tal es el destino de la avaricia: que quita la vida a su propio dueño". Al final, la búsqueda sistemática del propio bienestar y beneficio es una trampa y un engaño que al final nos acaba dominando. Nos pensamos libres pero en realidad estamos oprimidos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.