ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 23 de mayo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Efesios 4,1-16

Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo. Por eso dice: Subiendo a la altura, llevó cautivos
y dio dones a los hombres.
¿Qué quiere decir «subió» sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo. El mismo «dio» a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo. Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error, antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo se dirige de manera apasionada a los efesios poniendo en relación la obra de Dios y su respuesta: "Os exhorto, pues, yo, prisionero por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados". Sabe que no puede haber separación entre la vocación recibida y el comportamiento que debe derivarse de ella. La autenticidad de la predicación depende del testimonio de la vida. Eso es válido para él, el apóstol, y para todo creyente. Pablo pide a los cristianos que vivan para la edificación y el crecimiento de la comunidad en el amor y en la unidad. Exhorta a "conservar la unidad del Espíritu" (v. 3) con un comportamiento humilde, manso y paciente. El creyente es humilde porque lo espera todo de Dios. Es manso porque no responde con violencia y es paciente porque Dios es paciente con su pueblo. Jesús es el modelo a mirar: él, "manso y humilde de corazón" (Mt 11,29), ha venido a "servir y a dar su vida" (Mc 10,45), "haciéndose obediente hasta la muerte" (Flp 2,8). Y eso porque nos ama sin ponerse ningún límite. El amor y la unidad nos preceden, se nos dan. Son el verdadero tesoro del que vivimos. El apóstol pide "conservar" la unidad viviéndola, teniendo presente que toda herida a la unidad es una herida al mismo cuerpo de Cristo y se convierte así en una traición de la vocación a ser un solo cuerpo, a tener una sola fe y un solo bautismo, a reconocer a un solo Dios, Padre de todos. La unidad no es el resultado de un acuerdo entre miembros de la comunidad ni tampoco la aceptación de una misma doctrina, sino acoger al único Espíritu. Esa unidad la recibimos cuando nos hacemos hijos del único Padre e hijos de la única madre, la Iglesia. La unidad, no obstante, no es homogeneización e uniformidad. "Cada uno", escribe Pablo, recibe un don particular para ponerlo al servicio de la comunidad. Pedro en su primera epístola, afirma: "Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios". Nadie es inútil en la Iglesia y nadie puede ser un miembro pasivo. Cada uno existe para servir a los demás, según el don recibido. Pablo se remite a la frase del salmo: "Repartió dones a los hombres" (Sal 68). Y enuncia algunos: los apóstoles, que son el fundamento de la Iglesia; los profetas, los hombres del Espíritu que hacen viva la Palabra; los evangelistas, que anuncian el Evangelio; los pastores y los maestros, responsables de la comunidad y de la enseñanza. Todos esos dones son dados "para la adecuada organización de los santos en las funciones del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo". La tarea de los carismas es, pues, "perfeccionar" a los cristianos, es decir, hacerlos idóneos para la edificación del cuerpo de Cristo como "morada de Dios en el Espíritu" (2,22). Y en esta obra de servicio cada uno llega al "hombre perfecto". La perfección, por tanto, no consiste en realizarse a uno mismo, sino en alcanzar la estatura de Cristo, es decir, ser "uno en Cristo Jesús" (Ga 3,28). "Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva", es decir, inmaduros y zarandeados como un barco a la deriva, o bien engañados por falsos maestros. La madurez de la fe consiste en tener "la sinceridad en el amor", es decir, en vivir el Evangelio. No basta conocer, hay que amar. En la primera epístola a los corintios escribe: "Aunque tenga el don de profecía, y conozca todos los misterios y toda la ciencia; aunque tenga plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy" (1 Co 13,2). El amor hace que la verdad resplandezca y que la Iglesia crezca.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.