ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 30 de mayo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Tesalonicenses 2,1-16

Bien sabéis vosotros, hermanos, que nuestra ida a vosotros no fue estéril, sino que, después de haber padecido sufrimientos e injurias en Filipos, como sabéis, confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas. Nuestra exhortación no procede del error, ni de la impureza ni con engaño, sino que así como hemos sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie. Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con vosotros, como una madre cuida con cariño de sus hijos. De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos. Pues recordáis, hermanos, nuestros trabajos y fatigas. Trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os proclamamos el Evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprochablemente nos comportamos con vosotros, los creyentes. Como un padre a sus hijos, lo sabéis bien, a cada uno de vosotros os exhortábamos y alentábamos, conjurándoos a que vivieseis de una manera digna de Dios, que os ha llamado a su Reino y gloria. De ahí que también por nuestra parte no cesemos de dar gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes. Porque vosotros, hermanos, habéis seguido el ejemplo de las Iglesias de Dios que están en Judea, en Cristo Jesús, pues también vosotros habéis sufrido de vuestros compatriotas las mismas cosas que ellos de parte de los judíos; éstos son los que dieron muerte al Señor y a los profetas y los que nos han perseguido a nosotros; no agradan a Dios y son enemigos de todos los hombres, impidiéndonos predicar a los gentiles para que se salven; así van colmando constantemente la medida de sus pecados; pero la Cólera irrumpe sobre ellos con vehemencia.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo recuerda el feliz resultado de la acción de Dios en Tesalónica, adonde él había llegado después de las tristes experiencias sufridas en Filipo, donde con Silvano había sido azotado, encarcelado y, por último, obligado a abandonar la ciudad (los tesalonicenses tal vez podían ver todavía las heridas que le hicieron). A pesar de todo, Pablo no se siente desanimado ni abatido. Su fuerza radicaba en la unión con Dios, tal como escribe a los corintios: "Él nos consuela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios" (2 Co 1,4). La unión con Dios genera libertad y confianza para predicar el Evangelio. Y con claridad el apóstol afirma que su predicación es recta y sincera, libre de todo interés personal, porque ha recibido esa tarea de Dios mismo. A él debe rendirle cuentas. Hay que placer a Dios, y no a los hombres, como escribe a los gálatas: "Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo" (Ga 1,10). Por eso no busca la simpatía de la gente, sino que predica la verdad de Dios "a tiempo y a destiempo" (2 Tm 4,2). Pablo sabe que debe alejarse tanto de la ambición como de la codicia. Como apóstol habría podido insistir en su autoridad y tal vez exigir respeto y honores. Sin embargo, prefirió el camino de la mansedumbre, de la dedicación desinteresada a los demás. Se comportó como una madre, y una madre que le da a su hijo no solo la leche sino todo el amor. A los gálatas les escribe: "Sufro de nuevo dolores de parto", por mis hijos espirituales "hasta ver a Cristo formado" en ellos (cf. Ga 4,19). Y recordando los inicios de la comunidad de Tesalónica, casi sin darse cuenta, pasa de los recuerdos de la fundación a los de la vida de los primeros meses. Fue un tiempo de edificación con un paciente trabajo pastoral, que hacía incluso de noche. Podía empezar su actividad apostólica habitual por la tarde ya que durante el día trabajaba "con sus manos" para ganarse el pan, como hará más adelante en Corinto. "Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos", podrá decir (Hch 20,33ss). Quería evitar cualquier sospecha de codicia y de interés personal (cf. 2,3.5) para que su predicación fuera digna de fe. No quiso que le mantuvieran, aunque eso le habría permitido ahorrar tiempo y energías para la acción pastoral propiamente dicha. Pero esta libertad le permitía tener mayor autoridad y mostrar más paternidad. Por eso puede exhortar, animar y exigir con eficacia que los tesalonicenses sean "dignos de Dios" y participen, así, de su reino.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.