ORACIÓN CADA DÍA

Oración por la Paz
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por la Paz
Jueves 21 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago 1,19-27

Tenedlo presente, hermanos míos queridos: Que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira. Porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios. Por eso, desechad toda inmundicia y abundancia de mal y recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es. En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz. Si alguno se cree religioso, pero no pone freno a su lengua, sino que engaña a su propio corazón, su religión es vana. La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol subraya el carácter decisivo de escuchar la Palabra de Dios, que tiene consecuencias incluso en nuestro modo de hablar. Quien escucha será tardo para hablar y tardo para la ira. Santiago continúa el razonamiento del episodio anterior poniendo de manifiesto que si escuchamos y hablamos reflexionando (eso significa "tardo para hablar"), lograremos dominar el instinto que lleva fácilmente a la ira. Esta, en efecto, muchas veces es consecuencia directa de la incapacidad de escuchar y de hablar tras haber reflexionado. Existe una relación directa entre la prontitud en escuchar a Dios y la responsabilidad al hablar con los demás: quien comprende la fuerza de la palabra sin duda está más atento a las palabras que pronuncia. ¿Por qué solo escuchamos? Muchas veces porque creemos que todo nos sirve solo a nosotros y la palabra termina muriendo en nuestro interior. O bien escuchamos, pero no con el corazón, de manera personal. El esfuerzo de poner en práctica la Palabra nos ayuda a entenderla mejor. ¿Acaso no es cierto que el Evangelio adquiere significado y profundidad -en definitiva, lo entendemos más- precisamente cuando lo vivimos y lo comunicamos a los demás? La palabra que no nace de un corazón iluminado por el Evangelio fácilmente perjudica a quienes la escuchan. Por eso se exhorta a frenar la lengua incluso a aquellos que creen ser piadosos. También Jesús advertía a los discípulos de que Dios iba a tener en cuenta toda palabra inútil que pronunciaran (cf. Mt 12,36). Santiago exhorta, pues, a acoger "con docilidad la palabra sembrada en vosotros". Se trata, efectivamente, de acoger en el corazón la Palabra de Dios para que pueda obrar sin los tropiezos de nuestro orgullo, de nuestra distracción y de nuestra frialdad. Y por eso Santiago aclara qué significa la acogida dócil del Evangelio: ser ejecutores de la palabra y no solo meros oyentes. Hay que escuchar y poner en práctica el Evangelio cada día. De hecho, quien escucha y olvida de inmediato es como aquel que se mira en un espejo y de repente no le queda nada de la imagen que ha visto. Es necesario leer las Escrituras con ojos espirituales, es decir, guiados por el Espíritu del Señor, para entender el sentido profundo que sugieren a nuestro corazón. La Palabra de Dios es el espejo de nuestra vida. No basta con mirarse un momento para luego olvidar, sino que tenemos que buscar nuestra imagen más verdadera y humana y reflejarnos siempre en ella. La verdadera fe, la religiosidad auténtica no consiste en la abstracción de los discursos, sino en la concreción del amor que se declina a partir de la ayuda a los huérfanos y a las viudas, manteniéndose "incontaminado", es decir libre del orgullo y del amor por sí mismo. En la sociedad de aquel tiempo había muchos huérfanos y viudas, que eran considerados entre los más pobres, como señalan los libros del Primer Testamento. Ellos son la imagen de los pobres. Santiago subraya que hay un nexo entre poner freno a la lengua y la preocupación por los pobres. Ambas cosas caracterizan a la religión verdadera. De hecho, quien no pone freno a su lengua y actúa instintivamente no es capaz ni siquiera de pararse ante la necesidad de los demás y vive pensando solo en sí mismo, defendiendo sus seguridades. Por eso la "religión pura", es decir la que pone en relación al hombre y a Dios, se hace realidad en un amor que no es abstracto, sino que se hace concreto con aquellos que más lo necesitan, es decir, los pobres.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.