ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 13 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

2Crónicas 23,1-21

El año séptimo, Yehoyadá cobró ánimo y envió a buscar a los jefes de cien, a Azarías, hijo de Yerojam; a Ismael, hijo de Yehojanán; a Azarías, hijo de Obed; a Maaseías, hijo de Adaías, y a Elisafat, hijo de Zikrí; concertando un pacto con ellos, recorrieron Judá y reunieron a los levitas de todas las ciudades de Judá, y a los cabezas de familia de Israel, que vinieron a Jerusalén. Toda la asamblea hizo alianza con el rey en la Casa de Dios; Yehoyadá les dijo: "Aquí tenéis al hijo del rey que ha de reinar, como dijo Yahveh de los hijos de David. Esto es lo que tenéis que hacer: Un tercio de vosotros, así sacerdotes como levitas, los que entráis el sábado, se quedarán de porteros en las entradas; otro tercio, en la casa del rey; y otro tercio, en la casa del Fundamento; mientras que todo el pueblo estará en los atrios de la Casa de Yahveh. Nadie podrá entrar en la Casa de Yahveh fuera de los sacerdotes y los levitas que estén de servicio; éstos podrán entrar por estar consagrados, pero todo el pueblo tiene que guardar el precepto de Yahveh. Los levitas se pondrán en torno al rey, cada uno con sus armas en la mano, y cualquiera que penetre en la Casa, morirá. Sólo ellos acompañarán al rey cuando entre y cuando salga." Los levitas y todo Judá hicieron cuanto les había mandado el sacerdote Yehoyadá. Tomó cada uno a sus hombres, tanto los que entraban el sábado como los que salían el sábado; pues el sacerdote Yehoyadá no exceptuó a ninguna de las secciones. El sacerdote Yehoyadá entregó a los jefes de cien las lanzas y los escudos, grandes y pequeños, del rey David, que se hallaban en la Casa de Dios, y apostó a todo el pueblo, cada uno con sus armas en la mano, desde el ala oriental de la Casa hasta el ala occidental, entre el altar y la Casa, para que rodeasen al rey. Hicieron salir entonces al hijo del rey y le pusieron la diadema y el Testimonio. Le proclamaron rey; Yehoyadá y sus hijos le ungieron y gritaron: "¡Viva el rey!". Al oír Atalía los gritos del pueblo que corría y aclamaba al rey, vino a la Casa de Yahveh, donde estaba el pueblo, miró, y vio al rey en pie junto a la columna, a la entrada, y a los jefes y las trompetas junto al rey, a todo el pueblo de la tierra, lleno de alegría, que tocaba las trompetas, y a los cantores que, con instrumentos de música, dirigían los cánticos de alabanza. Entonces Atalía rasgó sus vestidos y gritó: "¡Traición, traición!" Pero el sacerdote Yehoyadá dio orden a los jefes de cien, que estaban al frente de las tropas, y les dijo: "Hacedla salir de las filas, y el que la siga que sea pasado a espada." Porque había dicho el sacerdote: "No la matéis en la Casa de Yahveh." Así pues, ellos echaron mano de ella, y cuando llegó a la casa del rey por el camino de la Entrada de los Caballos, allí la mataron. Entonces Yehoyadá pactó alianza con todo el pueblo y el rey de que el pueblo sería pueblo de Yahveh. Fue después todo el pueblo a la casa de Baal y la derribaron; rompieron sus altares y sus imágenes, y mataron a Matán, sacerdote de Baal, ante los altares. Yehoyadá puso centinelas en la Casa de Yahveh, a los órdenes de los sacerdotes y levitas que David había distribuido en la Casa de Yahveh, conforme a lo escrito en la Ley de Moisés, para ofrecer los holocaustos con alegría y cánticos, según las disposiciones de David. Puso porteros junto a las puertas de la Casa de Yahveh para que no entrase ninguno que por cualquier causa fuese inmundo. Después tomó a los jefes de cien, a los notables, a los dirigentes del pueblo y al pueblo entero de la tierra; y haciendo descender al rey de la Casa de Yahveh, entraron por la puerta superior en la casa del rey y le sentaron en el trono del reino. Todo el pueblo de la tierra estaba contento, y la ciudad quedó tranquila; en cuanto a Atalía, la habían matado a espada.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En el templo se vuelve a restablecer la alianza del pueblo en la historia de salvación de la casa de David. El sacerdote Yehoyodá "cobró ánimo", nota el Cronista, recordando de esta manera tanto la decisión de Salomón (2 Cr 1,1) como la de Josafat (2 Cr 17,1) a principios de sus reinados. El sacerdote reunió a todos en el templo y les presenta a Joás para que sea proclamado rey de Judá. Es importante notar el consenso general a cuanto está sucediendo en el templo. Otorgan la diadema y el mandato al nuevo rey, que estaba bajo la protección de los levitas. Le ungen. Y todo el pueblo lo aclama. Atalía llega y ve al rey que estaba de pie sobre su estrado al centro de una gran celebración religiosa, acompañada con música y cantos. Ella intenta reaccionar desgarrándose los vestidos en señal de luto y gritando traición, pero no consigue nada. Hay una gran colaboración entre los sacerdotes y los laicos en este momento de renacimiento del reino. El sacerdote Yehoyodá ordena que no maten a la reina dentro del templo (David por haber vertido sangre no pudo construirlo) y que cualquiera que salga de las filas para seguirla sea justiciado. Es una prueba pública de lealtad al nuevo régimen. Conducen a Atalía fuera del templo pasando entre dos filas que le abren el paso y es ajusticiada fuera, al lado de la puerta del palacio real. La coronación del joven rey, Joás, al contrario tiene lugar durante la ceremonia de renovación del pacto, guiada por Yehoyodá, sumo sacerdote. Todos, los sacerdotes, el rey y el pueblo, con un rito solemne, se comprometen a ser el verdadero pueblo de Dios, restableciendo la autoridad de la monarquía de David en Jerusalén. La consecuencia inmediata del pacto es la destrucción del templo de Baal y de todo lo relacionado con él. La alianza entre Dios y su pueblo es exclusiva: no es posible una relación con otras divinidades. En este contexto se coloca también la reorganización del servicio al templo: hay que cuidar todo con el respeto debido a la primacía absoluta de Dios, el único en quien hay que confiar y dirigir las oraciones. El restablecimiento de la soberanía de Dios, con el pacto y con la regularización del culto, provoca la alegría de todo el pueblo reunido: "Toda la gente del país se alegró y la ciudad permaneció en calma" (v. 21). Hay una sensación de paz y prosperidad que proviene de la eliminación del influjo maléfico de la idolatría y que conduce a la unidad de todo el pueblo que finalmente vuelve a encontrar a su rey y a los sacerdotes que han reorganizado el culto a Dios en el templo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.