ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 14 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

2Crónicas 24,1-27

Siete años tenía Joás cuando empezó a reinar, y reinó cuarenta años en Jerusalén. Su madre se llamaba Sibía de Berseba. Joás hizo lo recto a los ojos de Yahveh durante toda la vida del sacerdote Yehoyadá. Este le casó con dos mujeres, y engendró hijos e hijas. Después de esto resolvió Joás restaurar la Casa de Yahveh. Reunió a los sacerdotes y a los levitas y les dijo: "Recorred las ciudades de Judá y juntad cada año plata en todo Israel para reparar la Casa de vuestro Dios; y daos prisa en ello." Pero los levitas no se dieron prisa. Llamó entonces el rey a Yehoyadá, sumo sacerdote, y le dijo: "¿Por qué no has tenido cuidado de que los levitas trajesen de Judá y de Jerusalén la contribución que Moisés, siervo de Yahveh, y la asamblea de Israel prescribieron para la Tienda del Testimonio?" Pues la impía Atalía y sus hijos habían arruinado la Casa de Dios, llegando incluso a emplear para los Baales todas las cosas consagradas a la Casa de Yahveh. Mandó, pues, el rey que se hiciera un cofre, que fue colocado junto a la puerta de la Casa de Yahveh, por la parte exterior; y echaron bando en Judá y en Jerusalén de que trajesen a Yahveh la contribución que Moisés, siervo de Dios, había impuesto a Israel en el desierto. Todos los jefes y todo el pueblo se alegraron; y traían la contribución y la echaban en el cofre hasta que se llenaba. Cuando llevaban el cofre a los inspectores del rey, por medio de los levitas, si veían que había mucho dinero, venía el secretario del rey y el inspector del sumo sacerdote para vaciar el cofre; luego, lo tomaban y lo volvían a su lugar. Así lo hacían cada vez, y recogían dinero en abundancia. El rey y Yehoyadá se lo daban a los encargados de las obras del servicio de la Casa de Yahveh, y éstos tomaban a sueldo canteros y carpinteros para restaurar la Casa de Yahveh, y también a los que trabajaban en hierro y bronce, para reparar la Casa de Yahveh. Trabajaron, pues, los encargados de la obra, y con sus trabajos adelantaron las reparaciones del edificio; restituyeron la Casa de Dios a su primer estado y la consolidaron. Acabado el trabajo, entregaron al rey y a Yehoyadá el resto del dinero, con el cual hicieron objetos para la Casa de Yahveh, utensilios para el ministerio y para los holocaustos, vasos y objetos de oro y plata. Durante toda la vida de Yehoyadá se ofrecieron siempre holocaustos en la Casa de Yahveh. Envejeció Yehoyadá, y murió colmado de días. Tenía 130 años cuando murió. Le sepultaron en la Ciudad de David, con los reyes, porque había hecho el bien en Israel, con Dios y con su Casa. Después de la muerte de Yehoyadá vinieron los jefes de Judá a postrarse delante del rey, y entonces el rey les prestó oído. Abandonaron la Casa de Yahveh, el Dios de sus padres, y sirvieron a los cipos y a los ídolos; la cólera estalló contra Judá y Jerusalén a causa de esta culpa suya. Yahveh les envió profetas que dieron testimonio contra ellos para que se convirtiesen a él, pero no les prestaron oído. Entonces el espíritu de Dios revistió a Zacarías, hijo del sacerdote Yehoyadá que, presentándose delante del pueblo, les dijo: "Así dice Dios: ¿Por qué traspasáis los mandamientos de Yahveh? No tendréis éxito; pues por haber abandonado a Yahveh, él os abandonará a vosotros." Mas ellos conspiraron contra él, y por mandato del rey le apedrearon en el atrio de la Casa de Yahveh. Pues el rey Joás no se acordó del amor que le había tenido Yehoyadá, padre de Zacarías, sino que mató a su hijo, que exclamó al morir: "¡Véalo Yahveh y exija cuentas!" A la vuelta de un año subió contra Joás el ejército de los arameos, que invadieron Judá y Jerusalén, mataron de entre la población a todos los jefes del pueblo, y enviaron todo el botín al rey de Damasco, pues aunque el ejército de los arameos había venido con poca gente, Yahveh entregó en sus manos a un ejército muy grande; porque habían abandonado a Yahveh, el Dios de sus padres. De este modo los arameos hicieron justicia con Joás. Y cuando se alejaron de él, dejándole gravemente enfermo, se conjuraron contra él sus servidores, por la sangre del hijo del sacerdote Yehoyadá, le mataron en su lecho y murió. Le sepultaron en la Ciudad de David, pero no le sepultaron en los sepulcros de los reyes. Los que conspiraron contra él fueron Zabad, hijo de Simat la ammonita, y Yehozabad, hijo de Simrit la moabita. Lo tocante a sus hijos, la gran cantidad de impuestos que percibió y la restauración de la Casa de Dios, se halla escrito en el midrás del libro de los reyes. En su lugar reinó su hijo Amasías.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El largo capítulo 24 comienza afirmando el buen gobierno de Joás. Tenía siete años cuando subió al trono y gobernó cuarenta años. Y, mientras siguió a su maestro espiritual, el sumo sacerdote Yehoyodá, el rey gobernó con sabiduría. Pero con la muerte del sumo sacerdote y sin otra guía espiritual, el rey dejó de seguir las sendas del Señor. El Cronista nota, al principio, que "Joás hizo lo que es recto a los ojos del Señor mientras vivió el sacerdote Yehoyadá" (v. 2). Es fácil notar en este comentario la oportunidad o mejor la necesidad de tener al lado una ayuda para percibir la voluntad de Dios y no someterse a la propia. La tradición de un "padre espiritual" que ayuda a escapar de la espiral del egocentrismo la encontramos ya en esta página de la Escritura. El Cronista muestra con satisfacción la acción de Joás para restaurar el templo junto a Yehoyadá. Los dos gozaban de autoridad entre el pueblo. Había que restaurar el templo debido al estado de miseria en el que lo había reducido la impía Atalía y todo su séquito, que habían profanado la casa del Señor usando los objetos sagrados para el culto de ídolos extranjeros. Y todos tenían que colaborar, como ya lo había establecido Moisés (Es 30,12-16). Joás dispuso que todo el pueblo fuera a Jerusalén para echar dinero en un cofre especial, como para mostrar la voluntad común de volver a dar esplendor al lugar de la presencia de Dios. Toda la comunidad tenía que preocuparse por el templo y por consiguiente conservar la alianza con el Señor. Como ocurrió en tiempos de David (1 Cr 29,9), también ahora toda la comunidad se alegra de llevar ofrendas al Señor (2 Cr 34,10). El pueblo respondió con generosidad, como había hecho en la época de la tienda del desierto (Es 36,4-7). Cada día, cuando el cofre estaba lleno, se vaciaba y se volvía a poner en su sitio. Para realizar esta delicada operación se seguía una serie de procedimientos formales. Los levitas encargados de la recaudación llevaban el cofre para la supervisión real a través de su secretario y del sumo sacerdote mediante un delegado no nombrado. Los dos ungidos, el rey y el sumo sacerdote, comparten la responsabilidad de la supervisión. Hay una correspondencia extraordinaria entre las obras necesarias para la construcción del templo con David y Salomón y las necesarias para su restauración. El templo volvió a su estado original. El elogio a Yehoyadá expresa la autoridad ente el rey y el pueblo. El Señor le concede una edad superior a la de Arón (ciento veintitrés años, Nm 33,39), y la de Moisés (ciento veinte años, Dt 34,7) y de Josué (ciento diez años, Gs 24,29). De él se recuerdan sobre todo dos cosas: haber guiado el "verdadero Israel" a restablecer la alianza con el Señor y haber promovido la restauración del templo. Y recibió sepultura en las tumbas de los reyes. Desgraciadamente, Joás y el pueblo, sin la ayuda del sumo sacerdote Yehoyadá, "Entonces abandonaron la Casa del Señor, el Dios de sus padres, y rindieron culto a los postes sagrados y a los ídolos" (v. 18). El Señor suscitó profetas entre ellos para que se arrepintieran "pero no quisieron escucharlos" (v. 19). Es una realidad que se repite a menudo. La autosuficiencia obtura la mente y ciega el corazón. No se escuchan las palabras con autoridad y se alejan de Dios. Pero el Señor no se resigna a nuestra sordera y manda una voz más fuerte todavía - en este caso, el profeta Zacarías - que les advierte con gran franqueza. Pero lo lapidan en el templo. Ya se vislumbra la historia de Jesús y todos los mártires que han pagado con la sangre su testimonio evangélico. Matar a un profeta, es decir, el rechazo violento de la Palabra de Dios, deja al pueblo de Judá en manos del enemigo "¡Por haber abandonado al Señor, él os abandonará a vosotros!" (v. 20). El ejército de los arameos entra en el territorio de Judá hasta Jerusalén. Y los primeros que caen son lo príncipes que habían aconsejado mal al rey. Pero el desastre incluye también al gran ejército de Judá, que por haber desobedecido, queda a la merced de pocos soldados enemigos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.