ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 13 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Romanos 4,1-25

¿Qué diremos, pues, de Abraham, nuestro padre según la carne? Si Abraham obtuvo la justicia por las obras, tiene de qué gloriarse, mas no delante de Dios. En efecto, ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia. Al que trabaja no se le cuenta el salario como favor sino como deuda; en cambio, al que, sin trabajar, cree en aquel que justifica al impío, su fe se le reputa como justicia. Como también David proclama bienaventurado al hombre a quien Dios imputa la justicia independientemente de las obras: Bienaventurados aquellos cuyas maldades fueron perdonadas,
y cubiertos sus pecados.
Dichoso el hombre a quien el Señor no imputa culpa alguna. Entonces, ¿esta dicha recae sólo sobre los circuncisos o también sobre los incircuncisos? Decimos, en efecto, que la fe de Abraham le fue reputada como justicia. Y ¿cómo le fue reputada? ¿siendo él circunciso o antes de serlo? No siendo circunciso sino antes; y recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia de la fe que poseía siendo incircunciso. Así se convertía en padre de todos los creyentes incircuncisos, a fin de que la justicia les fuera igualmente imputada; y en padre también de los circuncisos que no se contentan con la circuncisión, sino que siguen además las huellas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de la circuncisión. En efecto, no por la ley, sino por la justicia de la fe fue hecha a Abraham y su posteridad la promesa de ser heredero del mundo. Porque si son herederos los de la ley, la fe carece de objeto, y la promesa queda abolida; porque la ley produce la cólera; por el contrario, donde no hay ley, no hay transgresión. Por eso depende de la fe, para ser favor gratuito, a fin de que la Promesa quede asegurada para toda la posteridad, no tan sólo para los de la ley, sino también para los de la fe de Abraham, padre de todos nosotros, como dice la Escritura: Te he constituido padre de muchas naciones: padre nuestro delante de Aquel a quien creyó, de Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean. El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones según le había sido dicho: Así será tu posteridad. No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor - tenía unos cien años - y el seno de Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por eso le fue reputado como justicia. Y la Escritura no dice solamente por él que le fue reputado, sino también por nosotros, a quienes ha de ser imputada la fe, a nosotros que creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo afirma que, desde el inicio, la salvación viene de Dios, pero que gracias a la fe estamos salvados, tal y como se lee ya desde el libro del Génesis al referirse a Abrahán: «Y creyó él en el Señor, el cual se lo reputó por justicia» (Gn 15,6). Por eso Pablo puede decir que la justicia salvadora de Dios «viene de la fe». La vida de Abrahán, de hecho, es una muestra de la fuerza que brota de la fe. Él fue justificado por la fe, y no por sus obras. Por eso es llamado justo: Dios lo hizo justo por la fe y lo salvó. Abrahán se convierte precisamente en ejemplo del creyente porque creyó en la Palabra de Dios. En ese sentido, Abrahán es «padre de todos nosotros», de todos los creyentes en el Dios que ha hecho toda la creación y se ha manifestado como Dios único. Por eso, judíos, cristianos y musulmanes son hijos de Abrahán, el creyente. A causa de la fe el santo patriarca conoció un destino distinto: confiándose totalmente a Quien le había llamado, fue liberado de la esclavitud de sí mismo, de sus obras y de su vanagloria. Por la fe, y no por la clarividencia de la visión o por la certeza de sus convicciones, Abrahán dejó su tierra y se encaminó hacia un destino que no conocía. Por la fe absoluta y total en Dios llevó hasta el monte a su hijo, su único hijo, Isaac, para inmolarlo, y Dios se lo devolvió. Sobre este camino que abrió Abrahán, nuestro padre en la fe, Pablo delinea el camino para los que acogen a Jesús como Señor de su vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.