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Recuerdo de san Cirilo, obispo de Jerusalén. Oración por Jerusalén y por la paz en Tierra Santa Leer más

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Lunes 18 de marzo

Recuerdo de san Cirilo, obispo de Jerusalén. Oración por Jerusalén y por la paz en Tierra Santa


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Primera Corintios 15,1-34

Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo. Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. Pues bien, tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído. Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si es que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto, también los que durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su Venida. Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad. Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte. Porque ha sometido todas las cosas bajo sus pies. Mas cuando diga que «todo está sometido», es evidente que se excluye a Aquel que ha sometido a él todas las cosas. Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo. De no ser así ¿a qué viene el bautizarse por los muertos? Si los muertos no resucitan en manera alguna ¿por qué bautizarse por ellos? Y nosotros mismos ¿por qué nos ponemos en peligro a todas horas? Cada día estoy a la muerte ¡sí hermanos! gloria mía en Cristo Jesús Señor nuestro, que cada día estoy en peligro de muerte. Si por motivos humanos luché en Éfeso contra las bestias ¿qué provecho saqué? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos. No os engañéis: «Las malas compañías corrompen las buenas costumbres.» Despertaos, como conviene, y no pequéis; que hay entre vosotros quienes desconocen a Dios. Para vergüenza vuestra lo digo.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El apóstol hasta ahora ha querido poner orden en la comunidad de Corinto: ha resuelto algunas cuestiones morales, ha dispuesto algunas reglas de comportamiento incluso en las asambleas litúrgicas. Ahora afronta el misterio central de la fe, que es también el corazón de la celebración litúrgica, a la que el apóstol pone en esta carta una particular atención: el misterio de la resurrección de Jesús. Es el corazón del Evangelio que Pablo ha anunciado: «Os hago saber, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes» (v. 1). Pero el apóstol advierte: «Si lo guardáis tal como os lo prediqué» (v. 2). La fe cristiana también es, en su contenido, un don que se recibe, y su centro es la resurrección de Jesús de entre los muertos. El apóstol arremete con fuerza contra quien afirma que no hay resurrección de los muertos (v. 13) porque de ese modo se anularía también la de Jesús, y como consecuencia vanos serían tanto el Evangelio como la fe. La salvación, sin embargo, es precisamente esta: Jesús ha resucitado de los muertos y se ha convertido en el primogénito, la «primicia de los que murieron», es decir, el primero de los hijos de Dios que se despierta a la vida y que alcanza la salvación plena. Jesús la anticipó a los discípulos cuando, después de la Pascua, estuvo con ellos durante cuarenta días. Ellos pudieron ver con sus propios ojos que Jesús, que había sido crucificado, había resucitado y había derrotado a la muerte. Desde aquella mañana de Pascua los discípulos, todavía presa de la incredulidad, pudieron constatar que la muerte ya no tenía un poder definitivo. Jesús había derrotado a la muerte, y si «la cabeza» del cuerpo había resucitado, también los otros miembros, los discípulos, resucitarían de la muerte. Por ello los discípulos de Jesús de todos los tiempos caminan hacia el cumplimiento de la resurrección que llegará al final de los tiempos, cuando Dios será todo en todos. Es el misterio que celebramos cada domingo en la Eucaristía. La Iglesia, después de la consagración, nos hace decir: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Vivamos ya ahora lo que viviremos plenamente al final de los tiempos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.