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Jueves 9 de mayo

Recuerdo del profeta Isaías


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Colosenses 1,3-8

Damos gracias sin cesar a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por vosotros en nuestras oraciones, al tener noticia de vuestra fe en Cristo Jesús y de la caridad que tenéis con todos los santos, a causa de la esperanza que os está reservada en los cielos y acerca de la cual fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio, que llegó hasta vosotros, y fructifica y crece entre vosotros lo mismo que en todo el mundo, desde el día en que oísteis y conocisteis la gracia de Dios en la verdad: tal como os la enseñó Epafras, nuestro querido consiervo y fiel ministro de Cristo, en lugar nuestro, el cual nos informó también de vuestro amor en el Espíritu.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo incluye en sus saludos también a Timoteo y da gracias a Dios «sin cesar» por la fe de los cristianos de Colosas. Ha oído hablar de la vitalidad de la comunidad y sintetiza la vida alrededor de los tres pilares que la sostienen: la fe, la caridad y la esperanza. El primero es la «fe en Cristo Jesús», es decir, la acogida de Jesús como el verdadero bien y el único Señor y salvador. El segundo es la caridad, es decir, el amor que el discípulo recibe de Cristo y que le empuja a considerar a los demás como hermanos, como miembros de la única familia de Dios, eliminando así todo límite al amor evangélico para que sea fermento de unidad en el mundo entero. Para el apóstol la esperanza es este término final de la unidad de todos. Dicha meta final, ya presente en el resucitado, es lo que sostiene la fe y que impulsa a mantener vivo el amor fraterno. El creyente, que mediante el bautismo es sumergido en el misterio de Cristo muerto y resucitado, vive ya «con Cristo» (3,3); por tanto se encuentra desde ahora donde está el resucitado, aunque deba esperar aún su manifestación plena. Pero al igual que la semilla contiene ya todo su futuro y espera su realización plena, lo mismo sucede para el cristiano que recibe el bautismo. Cuando Pablo cita en la acción de gracias inicial los tres pilares que son la esencia de la vida cristiana, deja ver su preocupación por una comunidad que corre el riesgo de dejarse corromper por falsas seguridades. Les vuelve a llamar a lo esencial: a la relación personal con Cristo y a la comunión fraterna. Este Evangelio, afirma el apóstol, no engaña sino que es digno de confianza y ya está dando sus frutos. El apóstol piensa no solo en los colosenses sino también en las otras comunidades que están naciendo en otras zonas del imperio romano. Ante sus ojos, y por tanto también ante sus alegrías y sus preocupaciones, observa que el único Evangelio se encarna en muchas comunidades locales para dar vida a la única Iglesia. Cierto que en la época del apóstol la difusión del cristianismo era aún limitada, pero ya aparecía con claridad su dimensión universal. Por lo demás, Jesús había comparado el Reino de los cielos con un grano de mostaza, el más pequeño entre las semillas, que se habría hecho tan grande como un árbol. En cualquier caso, el crecimiento de la comunidad es posible solo si permanece unida a la savia de la semilla o a la fuerza de la levadura. Pablo y Timoteo han aprendido de Epafras, fundador de la comunidad de Colosas, que la obra del Espíritu Santo (es la única vez que se menciona en la Carta) está viva en el corazón de cada uno. Es verdaderamente una comunidad con buena salud, es decir, una Iglesia que sigue escuchando el Evangelio y poniéndolo en práctica. En tal sentido, la relación que ellos tienen con Epafras les une también a Pablo y a Timoteo realizando así aquella fraternidad eclesial que es la fuerza que cambia el mundo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.