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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de los santos Addai y Mari, fundadores de la Iglesia caldea. Oración por los cristianos de Irak. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 28 de mayo

Recuerdo de los santos Addai y Mari, fundadores de la Iglesia caldea. Oración por los cristianos de Irak.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 1,5-14

En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré para él Padre, y él será para mi Hijo? Y nuevamente al introducir a su Primogénito en el mundo dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios. Y de los ángeles dice: El que hace a sus ángeles vientos, y a sus servidores llamas de fuego. Pero del Hijo: Tu trono, ¡oh Dios!, por los siglos de los siglos; y: El cetro de tu realeza, cetro de equidad. Amaste la justicia y aborreciste la iniquidad; por eso te ungió, ¡oh Dios!, tu Dios con óleo de alegría con preferencia a tus compañeros. Y también: Tú al comienzo, ¡oh Señor!, pusiste los cimientos de la tierra, y obras de tu mano son los cielos. Ellos perecerán, mas tú permaneces; todos como un vestido envejecerán; como un manto los enrollarás, como un vestido, y serán cambiados. Pero tú eres el mismo y tus años no tendrán fin. Y ¿a qué ángel dijo alguna vez: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies? ¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La epístola acaba de hablar del Hijo como de la revelación definitiva de Dios. El Hijo es aquel al que los creyentes deben escuchar y seguir. Dios lo constituyó en Señor de toda la creación. La epístola, con una secuencia de siete citas del Antiguo Testamento, quiere mostrar a los cristianos que el Hijo ha venido a cumplir todas las profecías del Antiguo Testamento. Con una interpretación cristológica de los salmos, el autor compone un himno sobre la glorificación de Jesús que recuerda a un himno análogo, el del rebajamiento de Jesús que encontramos en la Epístola a los filipenses. Pero aquí el autor deja a un lado el rebajamiento que recuerda Pablo y canta lo sucedido en el cielo, la entronización de Jesús como Señor de la historia y del mundo. Describe la ascensión al cielo con la ceremonia de entronización de los soberanos orientales. El rito, una auténtica liturgia, empieza con la adopción del nuevo rey por parte de Dios, que dice: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado». Dirigiéndose a la corte celestial afirma: «Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo». Y tras haber aceptado al nuevo rey, viene la invitación a los grandes del reino (los ángeles) para que se postren ante el nuevo entronizado: «Y adórenle todos los ángeles de Dios». El Señor otorga finalmente los poderes del reino a Cristo con la entrega del cetro, la unción real y la ascensión al trono. Con una lectura espiritual de los salmos, el autor lee en ellos la prefiguración de la realeza firme y fuerte del Hijo. Es una realeza fijada para siempre pero que espera ser completada por la acción de Dios con la derrota definitiva del enemigo, según las palabras del salmo: «Siéntate a mi diestra, hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies». El autor siente la urgencia de recordar a la comunidad cristiana, que ha sufrido las fuerzas del mal y ha dudado de la victoria de Dios, la conciencia de la fuerza de Jesús resucitado que ya ha derrotado el mal y la muerte.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.