ORACIÓN CADA DÍA

Oración por los enfermos
Palabra de dios todos los dias

Oración por los enfermos

Festividad de san Carlos Lwanga, que junto a doce compañeros sufrió el martirio en Uganda (1986). Recuerdo del beato Juan XXIII. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración por los enfermos
Lunes 3 de junio

Festividad de san Carlos Lwanga, que junto a doce compañeros sufrió el martirio en Uganda (1986). Recuerdo del beato Juan XXIII.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 3,7-19; 4,1-2

Por eso, como dice el Espíritu Santo: Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones como en la Querella, el día de la provocación en el desierto, donde me provocaron vuestros padres y me pusieron a prueba, aun después de haber visto mis obras durante cuarenta años. Por eso me irrité contra esa generación y dije: Andan siempre errados en su corazón; no conocieron mis caminos. Por eso juré en mi cólera: ¡No entrarán en mi descanso! ¡Mirad, hermanos!, que no haya en ninguno de vosotros un corazón maleado por la incredulidad que le haga apostatar de Dios vivo; antes bien, exhortaos mutuamente cada día mientras dure este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado. Pues hemos venido a ser partícipes de Cristo, a condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio. Al decir: Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones como en la Querella, ¿quiénes son los que, habiéndole oído, le movieron querella? ¿Es que no fueron todos los que salieron de Egipto por medio de Moisés? Y ¿contra quiénes se irritó durante cuarenta años? ¿No fue acaso contra los que pecaron, cuyos cadáveres cayeron en el desierto? Y ¿a quiénes juró que no entrarían en su descanso sino a los que desobedecieron? Así, vemos que no pudieron entrar a causa de su incredulidad. Temamos, pues; no sea que, permaneciendo aún en vigor la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros parezca llegar rezagado. También nosotros hemos recibido una buena nueva, lo mismo que ellos. Pero la palabra que oyeron no aprovechó nada a aquellos que no estaban unidos por la fe a los que escucharon.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Tras el paralelismo entre Jesús y Moisés, el autor de la epístola pone en relación el Israel histórico con aquellos que forman la comunidad cristiana, muchos de los cuales son de origen judío. Y empieza citando la segunda parte del salmo 95 que condena la sordez del pueblo de Israel durante los años del éxodo en el desierto. El salmo, en realidad, empieza como un canto de invitación a entrar en el santuario: «Venid, cantemos gozosos al Señor, aclamemos a la Roca que nos salva; entremos en su presencia dándole gracias, aclamándolo con salmos. Entrad, rindamos homenaje inclinados, ¡arrodillados ante el Señor que nos creó!» (Sal 95, 1ss). Tal vez el autor quería subrayar que el nuevo pueblo de los discípulos ya ha entrado en la casa del Señor y, por tanto, cabe esperar que escuche más la Palabra de Dios y que no endurezca su corazón como hicieron los israelitas en Masá y Meribá. Se podría decir que, así como la misericordia de Dios por nosotros ha sido mayor que la que tuvo el pueblo de Israel en el desierto, también nuestra disponibilidad para escuchar la Palabra del Señor debe ser mayor que la que tuvieron los hebreos en el desierto. Sea como sea, poder entrar en la casa del Señor y quedarse como familiares depende de la escucha del Evangelio. Por eso el autor de la epístola pide que no nos alejemos de Dios, es decir, de la escucha de su Palabra. También dice el apóstol: «exhortaos unos a otros cada día […] para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado». Hay una gran sabiduría pastoral en esta indicación: solo una fraternidad efectiva y cotidiana garantiza un discipulado continuo. El autor se dirige a toda la comunidad. Todos los «hermanos» tienen la responsabilidad de estar atentos los unos de los otros y de preocuparse sobre todo de aquellos que ya no prestan atención a la voz de Dios. La responsabilidad pastoral no obliga solo a los «guías» (13,17). Todo cristiano está invitado a mantener los ojos abiertos para que el hermano no se pierda. Se podría decir que se confía a todo discípulo la «paráclisis», es decir, el poder de consolar a los hermanos para impedir la «esclerosis» del corazón, aquel endurecimiento que convierte al hombre en una persona amarga, descontenta y egoísta. Aquellos que se dejan seducir por el pecado pierden la unión con Dios y se distancian de la comunidad de los santos. De hecho, no es posible ser discípulo de Jesús por cuenta propia o separado de los hermanos. Solo es posible ser discípulo si se escucha la Palabra de Dios junto a los demás. En las Escrituras el Espíritu Santo habla y edifica en un solo cuerpo a aquellos que lo escuchan. La continuidad de la escucha convierte en discípulos a aquellos que lo escuchan. Y el «hoy» de la epístola es la vida de cada día iluminada por el Evangelio. Así entramos «en el descanso» que el Señor concede a sus fieles. Es cierto que también nosotros tenemos la tentación de lamentarnos del Señor, de perder de vista sus promesas, de no escuchar su voz, como hicieron los hebreos en el desierto, pero si escuchamos fielmente la Palabra de Dios el Señor nos dirá también a nosotros: «Entraréis en mi reposo».

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.