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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Romualdo (950-1027), anacoreta y padre de los monjes camaldulenses. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 19 de junio

Recuerdo de san Romualdo (950-1027), anacoreta y padre de los monjes camaldulenses.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 11,1-16

La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. Por ella fueron alabados nuestros mayores. Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece. Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente que Caín, por ella fue declarado justo, con la aprobación que dio Dios a sus ofrendas; y por ella, aun muerto, habla todavía. Por la fe, Henoc fue trasladado, de modo que no vio la muerte y no se le halló, porque le trasladó Dios. Porque antes de contar su traslado, la Escritura da en su favor testimonio de haber agradado a Dios. Ahora bien, sin fe es imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan. Por la fe, Noé, advertido por Dios de lo que aún no se veía, con religioso temor construyó un arca para salvar a su familia; por la fe, condenó al mundo y llegó a ser heredero de la justicia según la fe. Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe, también Sara recibió, aun fuera de la edad apropiada, vigor para ser madre, pues tuvo como digno de fe al que se lo prometía. Por lo cual también de uno solo y ya gastado nacieron hijos, numerosos como las estrellas del cielo, incontables como las arenas de las orillas del mar. En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celestial. Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo, pues les tiene preparada una ciudad...

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La epístola sumerge al lector en la larga historia de fe, que empezó en tiempos antiguos, para que se sienta partícipe de ella. La larga lista repasada ayuda al lector a entender la riqueza de esta historia y a no abandonarla. La fe –tal como la define el autor– no es un ejercicio abstracto, sino «garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve». La fe es la certeza de poseer desde ahora aquella «patria mejor» (11,13.16) hacia la que nos dirigimos. La fe hace poseer hasta tal punto lo que esperamos que ella misma es la prueba de lo que no vemos. Además, dice el autor: «Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, lo visible, de lo invisible». Lo visible, lo creado y todo lo de este mundo, ha sido creado por la Palabra que, aun siendo invisible, tiene la fuerza de crear. La historia de los creyentes se inició gracias a la fe, a partir de la fe de Abel, que ofreció a Dios un sacrificio más precioso que el de Caín. Su historia recuerda a la de Jesús, que ofreció un sacrificio mejor que los que podían ofrecer los sacerdotes de la antigua alianza. Luego viene Henoc, que fue arrebatado: «Henoc agradó al Señor y fue arrebatado, ejemplo de conversión para todas las generaciones» (Si 44,16). Es un modelo de fe porque estaba cerca de Dios y por eso obtuvo como premio ser arrebatado y llevado junto a él. Finalmente está Noé, cuya fe consiste en la firme confianza en la promesa de Dios. También a nosotros, como a él, se nos ha mostrado «lo que no se ve» (11,1), y como él debemos cumplir las órdenes de Dios aunque no alcancemos a comprenderlas. La obediencia de Noé significó la salvación para muchos y al mismo tiempo manifestó la condena de quien no quiso creer. Jesús lo recuerda: «Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida del Hijo del hombre» (Mt 24,37-39). También Abrahán es hombre de fe: obedeció rápidamente la llamada de Dios y dejó su tierra para ir hacia la que le había prometido Dios. Y cuando llegó a ella no se estableció, porque «esperaba la ciudad asentada sobre cimientos» (11,10). La fe de Abrahán produjo una descendencia «numerosa como las estrellas del cielo, incontable como la arena de las playas», es decir, las miríadas de creyentes que confían en Dios y que esperan la patria que les ha prometido pero que ya ahora degustan. «En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguid el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose peregrinos y forasteros sobre la Tierra» (11,13). Para ellos el Señor ha preparado una ciudad con cimientos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.