ORACIÓN CADA DÍA

Oración por la Paz
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por la Paz
Lunes 19 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 20,1-18

El sacerdote Pasjur, hijo de Immer, que era inspector jefe de la Casa de Yahveh, oyó a Jeremías profetizar dichas palabras. Pasjur hizo dar una paliza al profeta Jeremías y le hizo meter en el calabozo de la Puerta Alta de Benjamín - la que está en la Casa de Yahveh -. Al día siguiente sacó Pasjur a Jeremías del calabozo. Díjole Jeremías: No es Pasjur el nombre que te ha puesto Yahveh, sino "Terror en torno". Porque así dice Yahveh: "He aquí que yo te convierto en terror para ti mismo y para todos tus allegados, los cuales caerán por la espada de sus enemigos, y tus ojos lo estarán viendo. Y asimismo a todo Judá entregaré en manos del rey de Babilonia, que los deportará a Babilonia y los acuchillará. Y entregaré todas las reservas de esta ciudad y todo lo atesorado, todas sus preciosidades y todos los tesoros de los reyes de Judá, en manos de sus enemigos que los pillarán, los tomarán y se los llevarán a Babilonia. En cuanto a ti, Pasjur, y todos los moradores de tu casa, iréis al cautiverio. En Babilonia entrarás, allí morirás y allí mismo serás sepultado tú y todos tus allegados a quienes has profetizado en falso." Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir;
me has agarrado y me has podido.
He sido la irrisión cotidiana:
todos me remedaban. Pues cada vez que hablo es para clamar:
"¡Atropello!", y para gritar: "¡Expolio!".
La palabra de Yahveh ha sido para mí
oprobio y befa cotidiana. Yo decía: "No volveré a recordarlo,
ni hablaré más en su Nombre."
Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente,
prendido en mis huesos,
y aunque yo trabajada por ahogarlo,
no podía. Escuchaba las calumnias de la turba:
"¡Terror por doquier!,
¡denunciadle!, ¡denunciémosle!" Todos aquellos con
quienes me saludaba
estaban acechando un traspiés mío:
"¡A ver si se distrae, y le podremos,
y tomaremos venganza de él!" Pero Yahveh está conmigo, cual campeón poderoso.
Y así mis perseguidores tropezarán impotentes;
se avergonzarán mucho de su imprudencia:
confusión eterna, inolvidable. ¡Oh Yahveh Sebaot, juez de lo justo,
que escrutas los riñones y el corazón!,
vea yo tu venganza contra ellos,
porque a ti he encomendado mi causa. Cantad a Yahveh,
alabad a Yahveh,
porque ha salvado la vida de un pobrecillo
de manos de malhechores. ¡Maldito el día en que nací!
¡el día que me dio a luz mi madre no sea bendito! ¡Maldito aquel que felicitó a mi padre diciendo:
"Te ha nacido un hijo varón",
y le llenó de alegría! Sea el hombre aquel semejante a las ciudades
que destruyó Yahveh sin que le pesara,
y escuche alaridos de mañana
y gritos de ataque al mediodía. ¡Oh, que no me haya hecho morir desde el vientre,
y hubiese sido mi madre mi sepultura,
con seno preñado eternamente! ¿Para qué haber salido del seno,
a ver pena y aflicción,
y a consumirse en la vergüenza mis días?

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje que hemos leído se divide en dos partes (la primera, del versículo 1 al 6 y la segunda, del 7 al 18). En la primera el autor sagrado narra la reacción violenta de Pasjur, uno de los sacerdotes más importantes del templo de Jerusalén, tal vez jefe de la administración, ante las duras palabras del profeta contra una religiosidad consistente en gestos y acciones litúrgicas pero que no va acompañada de una decisión de escuchar la Palabra de Dios. Jeremías fue encarcelado, aunque por poco tiempo. Era un intento de silenciar la palabra profética. Pero una vez libre, Jeremías vuelve de inmediato a hablar. Y se dirige directamente a Pasjur amenazándolo por su oposición a la palabra profética. La experiencia dura de la cárcel y de la oposición que los sacerdotes del templo mostraron ante la predicación hace que el profeta hable. No obstante, ante la cárcel y la continua oposición, Jeremías siente el deber de comprender nuevamente el llamamiento que le hace Dios. Nadie puede ser profeta por iniciativa propia y nadie puede continuar por propia convicción. Por eso el monólogo siguiente manifiesta la interioridad de Jeremías que va a lo más profundo de la vocación que ha recibido. El profeta se dirige a Dios y convierte la exposición de su situación difícil en una oración. Es al mismo tiempo una petición de ayuda y la certeza que tiene sobre la proximidad de Dios: «Me has seducido, Señor, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido», empieza a decir el profeta. En estas palabras emerge la fuerza de la Palabra de Dios. Esta es como «fuego ardiente» que sacude al profeta y lo obliga a hablar, incluso en medio de dificultades y sufrimientos. ¿Quién puede guardar para sí mismo la Palabra de Dios? Vienen a la memoria las palabras de Jesús a los discípulos: «He venido a arrojar un fuego sobre la Tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!» (Lc 12,49). El mensaje profético, sin embargo, choca con la fuerza del mal que hay en el mundo. Es lo que cada generación cristiana vive: el choque entre el amor de Dios y la violencia del mal. Y es un choque que al que deben hacer frente tanto las comunidades eclesiales como los creyentes individuales o cualquier hombre de buena voluntad. Lo constatamos en la vida de la Iglesia, sobre todo en la experiencia de aquellos cristianos que han sido perseguidos y en los que todavía hoy sufren por su fe. Las palabras de Jeremías subrayan la violencia y la dureza del choque. Pero el creyente que ha escuchado la Palabra del Señor está como poseído por ella y por su fuerza. Cuando se prueba la Palabra de Dios es difícil dejarla. Incluso en medio de las dificultades el profeta encuentra las palabras para cantar la gloria de Dios. A pesar de los enemigos que lo rodean y los oponentes que quieren su ruina, el profeta experimenta la libertad y la salvación. Y alaba al Señor que vence el mal.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.