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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Agustín (354-430), obispo de Hipona (hoy en Argelia) y doctor de la Iglesia. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 28 de agosto

Recuerdo de san Agustín (354-430), obispo de Hipona (hoy en Argelia) y doctor de la Iglesia.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 23,9-16

A los profetas.
Se me partió el corazón en mis adentros,
estremeciéronse todos mis huesos,
me quedé como un borracho,
como aquél a quien le domina el vino,
por causa de Yahveh,
por causa de sus santas palabras. Porque de fornicadores se ha henchido la tierra.
(A causa de una maldición se ha enlutado la tierra, se
han secado los pastos de la estepa.)
Se ha vuelto la carrera de ellos mala
y su esfuerzo no recto. Tanto el profeta como el sacerdote se han vuelto impíos;
en mi misma Casa topé con su maldad - oráculo de
Yahveh -. Por ende su camino vendrá a ser
su despeñadero:
a la sima serán empujados
y caerán en ella.
Porque voy a traer sobre ellos una calamidad,
al tiempo de su visita" - oráculo de Yahveh -. En los profetas de Samaría,
he observado una inepcia:
profetizaban por Baal
y hacían errar a mi pueblo Israel. Mas en los profetas de Jerusalén
he observado una monstruosidad:
fornicar y proceder con falsía,
dándose la mano con los malhechores,
sin volverse cada cual de su malicia.
Se me han vuelto todos ellos cual Sodoma,
y los habitantes de la ciudad, cual Gomorra. Por tanto, así dice Yahveh Sebaot tocante a los profetas:
He aquí que les voy a dar de comer ajenjo
y les voy a dar de beber agua emponzoñada.
Porque a partir de los profetas de Jerusalén
se ha propagado la impiedad por toda la tierra. Así dice Yahveh Sebaot:
No escuchéis las palabras de los profetas que os
profetizan.
Os están embaucando.
Os cuentan sus propias fantasías,
no cosa de boca de Yahveh.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El profeta, arrollado por la santidad de Dios, no puede hacerse amigo del mal, no puede tolerarlo, no puede intercambiar con el mal los tesoros más preciados de la vida, es decir, la justicia, la honestidad y la piedad. El hombre de Dios siente profundamente el grito de los pobres, de los heridos por la mentira, de todos los que quedan a un lado. Su corazón no soporta a un pueblo que se deja encandilar por el mal, empezando por los que deberían conocer y hacer suyos los sentimientos del Señor y custodiar su alianza. Pero los falsos profetas y los sacerdotes han pisoteado la casa del Señor hasta hacer de ella un nido de maldad. Si la profecía se aleja del amor por el Señor y por los demás y se doblega al orgullo y a la vanagloria, pierde su fuerza y su vitalidad en una fría institucionalización. Pero si la profecía es débil todo es posible: la complicidad con los ladrones y los malhechores, la embriaguez de las pasiones o la alabanza de la mentira. Escribe Jeremías: «En los profetas de Jerusalén he observado una monstruosidad: fornicar y proceder con falsía, dándose la mano con los malhechores, sin volverse cada cual de su malicia». La luz remite y las tinieblas se hacen más densas. El desequilibrio se amplía e invade la Tierra. ¡El mundo tiene una gran necesidad de profecía! Hacen falta hombres y mujeres que sepan comunicar el Evangelio del amor con un cariño sin límites. Es urgente que crezcan los amigos de los más necesitados y que la Tierra lo deje todo y se revista de alegría y de fiesta. El profeta que habla unido a su Señor habla con las palabras que recibe desde las alturas, no yerra su camino, no mercadea con el mal, no se jacta ni alardea. La profecía parte de la fe en el Señor, uno y único, que envió su Palabra para que todos se conviertan a él y abandonen la esclavitud de los ídolos. Jeremías exhorta a no seguir a falsos profetas: «No escuchéis las palabras de los profetas que os profetizan. Os están embaucando. Os cuentan sus propias fantasías, no cosa de boca del Señor». Efectivamente, a veces solo atendemos a lo que suscita en nosotros vanagloria, porque pensamos que es en nuestro beneficio. En realidad es para nuestro beneficio aquella palabra que suscita en nosotros un cambio, un punto de inflexión en nuestra vida. Es la Palabra que nos salva de las tinieblas –y eso comporta también renuncias– y nos vuelve a poner en el camino hacia el Señor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.