ORACIÓN CADA DÍA

Oración por la Paz
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por la Paz
Lunes 16 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 32,1-25

Palabra que fue dirigida a Jeremías de parte de Yahveh el año diez de Sedecías, rey de Judá - o sea, el año dieciocho de Nabucodonosor: A la sazón las fuerzas del rey de Babilonia sitiaban a Jerusalén, mientras el profeta Jeremías estaba detenido en el patio de la guardia de la casa del rey de Judá, donde le tenía detenido Sedecías, rey de Judá, bajo esta acusación: "¿Por qué has profetizado: Así dice Yahveh: He aquí que yo entrego esta ciudad en manos del rey de Babilonia, que la tomará, y el rey de Judá, Sedecías, no escapará de manos de los caldeos, sino que será entregado sin remisión en manos del rey de Babilonia, con quien hablará boca a boca, y sus ojos se encontrarán con sus ojos, y a Babilonia llevará a Sedecías, y allí estará (hasta que yo le visite - oráculo de Yahveh. ¡Aunque luchéis con los caldeos, no triunfaréis!)" Dijo Jeremías: He recibido una palabra de Yahveh que dice así: He aquí que Janamel, hijo de tu tío Sallum, va a dirigirse a ti diciendo: Ea, cómprame el campo de Anatot, porque a ti te toca el derecho de rescate para comprarlo."" Vino, pues, a mí Janamel, hijo de mi tío, conforme al dicho de Yahveh, al patio de la guardia, y me dijo: "Ea, cómprame el campo de Anatot - que cae en territorio de Benjamín - porque tuyo es el derecho de adquisición y a ti te toca el rescate. Cómpratelo." Yo reconocí en aquello la palabra de Yahveh, y compré a Janamel, hijo de mi tío, el campo que está en Anatot. Le pesé la plata: diecisiete siclos de plata. Lo apunté en mi escritura, sellé, aduje testigos y pesé la plata en la balanza. Luego tomé la escritura de la compra, el documento sellado según ley y la copia abierta, y pasé la escritura de la compra a Baruc, hijo de Neriyías, hijo de Majseías, a vista de mi primo Janamel y de los testigos firmantes en la escritura de la compra, y a vista de todos los judíos presentes en el patio de la guardia, y a vista de todos ellos di a Baruc este encargo: Así dice Yahveh Sebaot el Dios de Israel: Toma estas escrituras: la escritura de compra, el documento sellado y la copia abierta, y las pones en un cántaro de arcilla para que duren mucho tiempo. Porque así dice Yahveh Sebaot el Dios de Israel: "Todavía se comprarán casas y campos y viñas en esta tierra." Después de haber entregado la escritura de propiedad a Baruc, hijo de Neriyías, oré a Yahveh diciendo: ¡Ay, Señor Yahveh! He aquí que tú hiciste los cielos y la tierra con tu gran poder y tenso brazo: nada es extraordinario para ti, el que hace merced a millares, que se cobra la culpa de los padres a costa de los hijos que les suceden, el Dios grande, el Fuerte, cuyo nombre es Yahveh Sebaot, grande en designios y rico en recursos, que tiene los ojos fijos en la conducta de los humanos, para dar a cada uno según su conducta y el fruto de sus obras; tú que has obrado señales y portentos en Egipto, hasta hoy, y en Israel y en la humanidad entera, y te has hecho un nombre, como hoy se ve; y sacaste a tu pueblo Israel de Egipto con señales y prodigios y con mano fuerte y tenso brazo y con gran aparato, y les diste esta tierra que habías jurado darla a sus padres: tierra que mana leche y miel. Entraron en ella y la poseyeron, pero no hicieron caso de tu voz, ni conforme a tus leyes anduvieron: nada de lo que les mandaste hacer hicieron, y les conminaste con esta calamidad. He aquí que los terraplenes llegan a la ciudad para tomarla y la ciudad está ya a merced de los caldeos que la atacan, por causa de la espada y del hambre y de la peste; lo que habías dicho, ha sido, y tú mismo lo estás viendo. ¡Precisamente tú me has dicho, oh Señor Yahveh: "Cómprate el campo y aduce testigos" cuando la ciudad está entregada a manos de los caldeos!"

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El ejército caldeo ha rodeado Jerusalén y la ha asediado. La ciudad se defiende de una fuerza militar muy superior a la de Sedecías, el rey de Judá, refugiado tras las murallas. El fin de la ciudad está cerca. No hay escapatoria posible. Las tropas de Nabucodonosor no tardarán en entrar a Jerusalén. La profecía que Jeremías había anunciado está a punto de cumplirse. Mientras tanto el profeta está encerrado en la cárcel del palacio real y parece ya inminente la entrada del ejército caldeo. Pero sucede algo inesperado: le proponen a Jeremías que compre el campo de un primo suyo en Ananot, al norte de Jerusalén. ¿Puede llegar un mundo nuevo cuando el viejo está cayendo? ¿Puede abrirse un futuro cuando el presente parece no tener ninguna semilla de esperanza? Los profetas son los grandes intérpretes de los signos de los tiempos. Lo fue Juan XXIII cuando convocó el Concilio Vaticano II. Lo fue Jeremías cuando reconoció que comprar aquel campo era «la palabra del Señor» (v. 8). En aquel momento trágico, cuando el Señor parecía haber olvidado a su pueblo, Jeremías acogió una palabra que le enviaba Dios y que le decía: «Cómprate el campo y aduce testigos cuando la ciudad está entregada a manos de los caldeos» (v. 25). Leer los signos de los tiempos es patrimonio de todo el pueblo de Dios, marcado por el bautismo recibido en el Espíritu Santo. La historia no es oscura ni incomprensible; la historia habla a los que intentan comprenderla con el espíritu de la profecía evangélica. El futuro nunca está cerrado a los ojos de aquellos que ponen su confianza en el Señor y elevan a Él una oración ferviente para que ilumine los ojos de su mente y les permita entender los signos de los tiempos. Escuchando la Palabra de Dios y orando podemos descubrir siempre los indicios de la misericordia del Señor, de los signos de los tiempos y de los milagros de su amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.