ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de santa Teresa de Lisieux, monja carmelitana a la que movía un profundo sentido de la misión de la Iglesia. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 1 de octubre

Recuerdo de santa Teresa de Lisieux, monja carmelitana a la que movía un profundo sentido de la misión de la Iglesia.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 1,16-28

Antíoco, una vez asentado en el reino, concibió el proyecto de reinar sobre el país de Egipto para ser rey de ambos reinos. Con un fuerte ejército, con carros, elefantes, (jinetes) y numerosa flota, entró en Egipto y trabó batalla con el rey de Egipto, Tolomeo. Tolomeo rehuyó su presencia y huyó; muchos cayeron heridos. Ocuparon las ciudades fuertes de Egipto y Antíoco se alzó con los despojos del país. El año 143, después de vencer a Egipto, emprendió el camino de regreso. Subió contra Israel y llegó a Jerusalén con un fuerte ejército. Entró con insolencia en el santuario y se llevó el altar de oro, el candelabro de la luz con todos sus accesorios, la mesa de la proposición, los vasos de las libaciones, las copas, los incensarios de oro, la cortina, las coronas, y arrancó todo el decorado de oro que recubría la fachada del Templo. Se apropió también de la plata, oro, objetos de valor y de cuantos tesoros ocultos pudo encontrar. Tomándolo todo, partió para su tierra después de derramar mucha sangre y de hablar con gran insolencia. En todo el país hubo gran duelo por Israel. Jefes y ancianos gimieron,
languidecieron doncellas y jóvenes,
la belleza de las mujeres se marchitó. El recién casado entonó un canto de dolor,
sentada en el lecho nupcial, la esposa lloraba. Se estremeció la tierra por sus habitantes,
y toda la casa de Jacob se cubrió de vergüenza.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El autor hace entrar en escena al rey Antíoco Epífanes, que está decidido a ampliar su reino. Y acomete su primera campaña para conquistar Egipto. Con un poderoso ejército hace frente a Tolomeo, rey de Egipto, lo derrota y se hace con un gran botín de guerra. Entonces decide volver al norte y, mientras está de camino ataca a Israel, entra en Jerusalén y, tras subir hasta el templo, lo saquea y se lleva el altar de oro, el candelabro de siete brazos, la mesa de la proposición, la tienda que separaba el Santo de los santos del resto del santuario y todos los accesorios de oro y plata. El autor constata con amargura que se lo llevó todo. Antíoco, al irse de Jerusalén, comete una masacre entre los judíos, siguiendo así el amargo ejemplo de Nabucodonosor (2 R 25,14-15). Ante dicho ultraje, «hubo gran duelo por Israel», dice el autor, utilizando el estilo de las Lamentaciones, de las que toma frases y expresiones. Escribe: todos, sin excluir a nadie, gimen por aquella tragedia; incluso la tierra se estremece. La confusión es grande. Devastar Jerusalén, incluido el templo, impidiendo así la vida y el ejercicio del culto, significa llegar al corazón del pueblo de Israel. El rey extranjero quiere continuar, impasible, enriqueciéndose a sí mismo y aumentando su dominio sobre los demás. Por eso corta de raíz todo indicio de fe y de culto. Es una historia triste que, por desgracia, ha caracterizado muchos siglos de historia cristiana, también en la actualidad. Vienen a la memoria los frecuentes ataques a las comunidades cristianas en varias partes del mundo mientras están reunidos en las iglesias para orar. Son creyentes, indefensos, que son atacados por hombres cegados por ideologías extremistas. Es la voluntad diabólica de destruir a aquel que trabaja por la misericordia y por la paz entre los pueblos. La tensión al martirio que acompaña la narración de los libros de los Macabeos es en realidad una constante de la fe, sobre todo la cristiana, como Jesús mismo advierte: «No está el discípulo por encima del maestro» (Mt 10,24).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.