ORACIÓN CADA DÍA

Oración por los enfermos
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por los enfermos
Lunes 7 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 2,1-14

Por aquel tiempo, Matatías, hijo de Juan, hijo de Simeón, sacerdote del linaje de Yehoyarib, dejó Jerusalén y fue a establecerse en Modín. Tenía cinco hijos: Juan, por sobrenombre Gaddí; Simón, llamado Tasí; Judas, llamado Macabeo; Eleazar, llamado Avarán; y Jonatán, llamado Affús. Al ver las impiedades que en Judá y en Jerusalén se cometían, exclamó: «¡Ay de mí! ¿He nacido para ver la ruina de mi pueblo y la ruina de la ciudad santa, y para estarme allí cuando es entregada en manos de enemigos y su santuario en poder de extraños? Ha quedado su Templo como hombre sin honor, los objetos que eran su gloria, llevados como botín,
muertos en las plazas sus niños,
y sus jóvenes por espada enemiga. ¿Qué pueblo no ha venido a heredar su reino y a entrar en posesión de sus despojos?
Todos sus adornos le han sido arrancados
y de libre que era, ha pasado a ser esclava. Mirad nuestro santuario, nuestra hermosura y nuestra gloria, convertido en desierto,
miradlo profanado de los gentiles. ¿Para qué vivir más?» Matatías y sus hijos rasgaron sus vestidos, se vistieron de sayal y se entregaron a un profundo dolor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El autor sagrado, tras haber presentado, en el capítulo uno, la acción perseguidora de Antíoco y de los helenistas, ahora empieza a narrar la reacción del judaísmo: el sacerdote Matatías con su familia se va de Jerusalén, se establece no muy lejos, en Modín, y eleva un lamento por la suerte de la ciudad santa. Si algunos judíos habían traicionado la alianza con Dios y la mayoría corría el riesgo de sufrir la persecución con demasiada resignación, otros, en cambio, despertaron a la fe. El ejemplo más claro es, precisamente, el de la familia de Matatías. Uno de sus cinco hijos se llama Judas, llamado Macabeo (de ahí el título de los dos libros). El apelativo «macabeo», que según algunos significa «designado por Dios», más probablemente significa «martillo», para indicar la fuerza con la que Judas luchó contra los opresores de Israel. Judas había comprendido que la supervivencia de la fe en el Dios de los Padres iba íntimamente unida a la independencia nacional de los judíos. Matatías, por su parte, comprendió que no podía asistir pasivamente a las atrocidades que el rey Antíoco cometía contra los judíos. Era evidente el intento de borrar la fe del corazón del pueblo de Dios. Por eso se pregunta: «¡Ay de mí! ¿He nacido para ver la ruina de mi pueblo y la ruina de la ciudad santa, y para estarme allí cuando es entregada en manos de enemigos y su santuario en poder de extraños?». Estas palabras parecen reflejar las mismas palabras de Dios cuando vio el sufrimiento de su pueblo en Egipto: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa» (Ex 3,7-8). Matatías, con su decisión de rebelarse, manifiesta los mismos sentimientos de Dios por su pueblo. Probablemente muchos judíos, aunque no habían traicionado la alianza, se habían resignado a la opresión, dejando así a todo el pueblo a merced del «enemigo». Las palabras que siguen describen el drama de un pueblo esclavizado y destrozado tanto en el corazón como en la vida de cada día. Matatías intuye la cólera misma de Dios y la interpreta: comprende que debe gastar su vida para salvar a sus hermanos y hermanas. Era su vocación. Por eso había nacido. De lo contrario, «¿Para qué vivir más?». Decidieron, él y sus hijos, trabajar para salvar la alianza con el Señor. Escribe el texto: «Rasgaron sus vestidos, se vistieron de sayal y se entregaron a un profundo dolor». En su corazón había despertado la responsabilidad por todo el pueblo de Dios. Es una preciosa indicación también para nosotros, hoy: descubrir la responsabilidad personal de edificar la Iglesia, de sostenerla, de defenderla, de preservarla del mal. También vale para nosotros la pregunta: ¿para qué sirve la vida si no la gastamos para la Iglesia, para la comunidad, para cambiar el mundo?

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.