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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo del patriarca Abrahán. En la fe partió hacia una tierra que no conocía, una tierra que Dios le había prometido. Por esta fe es llamado padre de los creyentes, hebreos, cristianos y musulmanes. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 9 de octubre

Recuerdo del patriarca Abrahán. En la fe partió hacia una tierra que no conocía, una tierra que Dios le había prometido. Por esta fe es llamado padre de los creyentes, hebreos, cristianos y musulmanes.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 2,29-38

Por entonces muchos, preocupados por la justicia y la equidad, bajaron al desierto para establecerse allí con sus mujeres, sus hijos y sus ganados, porque los males duramente les oprimían. La gente del rey y la tropa que estaba en Jerusalén, en la Ciudad de David, recibieron la denuncia de que unos hombres que habían rechazado el mandato del rey habían bajado a los lugares ocultos del desierto. Muchos corrieron tras ellos y los alcanzaron. Los cercaron y se prepararon para atacarles el día del sábado. Les dijeron: «Basta ya, salid, obedeced la orden del rey y salvaréis vuestras vidas.» Ellos les contestaron: «No saldremos ni obedeceremos la orden del rey de profanar el día de sábado.» Asaltados al instante, no replicaron ni arrojando piedras ni atrincherando sus cuevas. Dijeron: «Muramos todos en nuestra rectitud. El cielo y la tierra nos son testigos de que nos matáis injustamente.» Les atacaron, pues, en sábado y murieron ellos, sus mujeres, hijos y ganados: unas mil personas.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El texto sugiere que el ejemplo de Matatías fue eficaz. Otros judíos –además del primer grupo que lo siguió– abandonaron Jerusalén y fueron al desierto para reorganizar su vida en la fidelidad a la Alianza de Dios. Tal vez el verdadero «desierto» era la ciudad de Jerusalén porque había rechazado al Señor y había acogido a otros dioses. También nuestras ciudades se convierten a menudo en lugares parecidos a un desierto cuando nos dejamos dominar por el odio, la violencia, la injusticia y, sobre todo, el olvido de Dios. Es urgente, e incluso indispensable, que se creen lugares de amor, de justicia, de paz en nuestras ciudades. No debemos alejarnos de las ciudades, sino permanecer en el corazón de la sociedad como levadura de vida, como espacios de oración, como lugares de respeto hacia todos, como refugio de solidaridad hacia los pobres y los débiles. En el lenguaje bíblico, no obstante, el desierto tiene en ocasiones una connotación positiva cuando, por ejemplo, indica los cuarenta años durante los cuales el pueblo de Israel tuvo que hacer frente a un largo camino hacia la tierra prometida. En aquella peregrinación por el desierto, el pueblo de Israel tuvo que hacer frente sin duda a pruebas y tentaciones, pero también recibió la Ley. El desierto, en definitiva, es también el tiempo del éxodo, del camino hacia la tierra prometida, y por eso es el símbolo de la conversión o el momento para descubrir la proximidad con Dios. El profeta Oseas, a propósito de Israel, esposa infiel, escribe: «Voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16). Después de que los fieles israelitas huyeran al desierto para reorganizarse, los siervos del rey los siguieron y decidieron enfrentarse a ellos en batalla en un sábado. Los judíos que habían apostatado les habían advertido de que el sábado es sagrado para los judíos. Hay que añadir, por otra parte, que la observancia del reposo se había hecho aún más estricta después del exilio y se había extendido también a la actividad comercial e incluso al cierre de las puertas de la ciudad (Ne 10,32;13,15-22). Cuando los hombres del rey llegan a las inmediaciones del lugar donde estaban los judíos, les invitan a volver a la ciudad. Si lo hacían salvarían su vida. Pero los judíos se negaron a transgredir el reposo del sábado. Y, sin oponer resistencia, prefirieron morir antes que pecar contra el Señor. Escribe el autor sagrado: «No replicaron ni arrojando piedras ni atrincherando sus cuevas. Dijeron: “Muramos todos en nuestra rectitud”» (vv. 36-37). Todos fueron asesinados. Viene a la memoria un episodio análogo referente a los inicios de la Iglesia cristiana. En Abitinia, cerca de Cartago, en el siglo VI, un grupo de cristianos que no querían renunciar a observar el domingo fueron condenados a muerte. Al juez pagano que les exhortaba a traicionar el culto, le contestaron: «Sin el domingo no podemos vivir». Y todos fueron asesinados. Si podemos llamar a aquellos judíos los mártires del sábado, estos cristianos fueron los primeros mártires del domingo. Es una lección que también podemos aprender hoy para devolver todo su sentido al «día del Señor». También los cristianos de hoy se salvarán si observan el domingo: la liturgia, el amor gratuito, el encuentro fraterno libran de la esclavitud de una sociedad en la que el dinero y el comercio se hacen cada vez más totalitarios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.