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Recuerdo de san Ignacio, obispo de Antioquía. Fue condenado a muerte y llevado a Roma, donde murió mártir (†107). Leer más

Libretto DEL GIORNO
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Jueves 17 de octubre

Recuerdo de san Ignacio, obispo de Antioquía. Fue condenado a muerte y llevado a Roma, donde murió mártir (†107).


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 4,1-25

Gorgias, tomando 5.000 hombres y mil jinetes escogidos, partió con ellos de noche para caer sobre el campamento de los judíos y vencerles por sopresa. La gente de la Ciudadela los guiaba. Pero lo supo Judas y salió él a su vez con sus guerreros con intención de batir al ejército real que quebada en Emaús mientras estaban todavía dispersas las tropas fuera del campamento. Gorgias llegó de noche al campamento de Judas y al no encontrar a nadie, los estuvo buscando por las montañas, pues decía: «Estos van huyendo de nosotros.» Al rayar el día, apareció Judas en la llanura con 3.000 hombres. Sólo que no tenían las armas defensivas y las espadas que hubiesen querido, mientras veían el campamento de los gentiles fuerte, bien atrincherado, rodeado de la caballería y todos diestros en la guerra. Judas entonces dijo a los que con él iban: «No temáis a esa muchedumbre ni su pujanza os acobarde. Recordad cómo se salvaron nuestros padres en el mar Rojo, cuando Faraón les perseguía con su ejército. Clamemos ahora al Cielo, a ver si nos tiene piedad, recuerda la alianza de nuestros padres y quebranta hoy este ejército ante nosotros. Entonces reconocerán todas las naciones que hay quien rescata y salva a Israel.» Los extranjeros alzaron los ojos y, viendo a los judíos que venían contra ellos, salieron del campamento a presentar batalla. Los soldados de Judas hicieron sonar la trompeta y entraron en combate. Salieron derrotados los gentiles y huyeron hacia la llanura. Los rezagados cayeron todos a filo de espada. Los persiguieron hasta Gázara y hasta las llanuras de Idumea, Azoto y Yamnia. Cayeron de ellos al pie de 3.000 hombres. Judas, al volver con su ejército de la persecución, dijo a su gente: «Contened vuestros deseos de botín, que otra batalla nos amenaza; Gorgias y su ejército se encuentran cerca de nosotros en la montaña. Haced frente ahora a nuestros enemigos y combatid con ellos; después podréis con tranquilidad haceros con el botín.» Apenas había acabado Judas de hablar, cuando se dejó ver un destacamento que asomaba por la montaña. Advirtieron éstos que los suyos habían huido y que el campamento había sido incendiado, como se lo daba a entender el humo que divisaban. Viéndolo se llenaron de pavor y al ver por otro lado en la llanura el ejército de Judas dispuesto para el combate, huyeron todos al país de los filisteos. Judas se volvió entonces al campamento para saquearlo. Recogieron mucho oro y plata, telas teñidas en púrpura marina, y muchas otras riquezas. De regreso cantaban y bendecían al Cielo: "Porque es bueno, porque es eterno su amor." Hubo aquel día gran liberación en Israel.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este pasaje narra la batalla que se libró en Emaús entre el fuerte ejército del rey Antíoco y el pequeño ejército de Judá. Gorgias, que lideraba el ejército enemigo, al ser informado de la llegada de los judíos, con una parte de su ejército, algunos de cuyos miembros provenían de Jerusalén (los hombres del Akra), intentó sorprenderles en su campamento al sur de Emaús, con un numeroso grupo de soldados de asalto. Pero Judas, informado a su vez del movimiento de Gorgias, pensó que era el momento oportuno de atacar al grueso de las tropas sirias que se habían quedado en el campo sin su jefe. Sabía que los enemigos contaban con la fuerza del número, pero era consciente de la ayuda del Señor. Por eso se dirigió a los suyos exhortándoles a no tener miedo, no porque tuvieran las fuerzas suficientes para imponerse al ejército enemigo, sino porque el Señor, fiel a la alianza que había establecido con su pueblo desde la liberación de la esclavitud de los egipcios, no iba a dejarles en manos del ejército adversario: «No temáis –dijo– a esa muchedumbre ni su pujanza os acobarde. Recordad cómo se salvaron nuestros padres en el mar Rojo, cuando el faraón los perseguía con su ejército». Los exhortó, más bien, a elevar la voz al Cielo: «a ver si tiene piedad de nosotros, si recuerda la alianza de nuestros padres y destruye hoy este ejército a nuestro favor. Entonces reconocerán todas las naciones que hay quien rescata y salva a Israel». La cuestión no era simplemente la victoria de Judas, sino más bien el reconocimiento de la fuerza del Señor que, liberando y salvando a Israel, demostraba su alianza con su pueblo y su omnipotencia sobre todos los dioses. Aquel día fue de «gran liberación en Israel», concluye la perícopa. El Señor, efectivamente, había derrotado al poderoso ejército sirio con el mucho más débil ejército de Judas. Es la enésima confirmación de la lógica que desprenden todas las páginas de la Escritura y que hará que el apóstol Pablo escriba a los cristianos de Corintio: «¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del mundo, para confundir a los fuertes. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (1 Co 1,26-29). También hoy, ante los grandes desafíos que tenemos ante nosotros, es indispensable que redescubramos la fe antigua de los Padres y que la vivamos con la misma intensidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.