ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de María Salomé, madre de Santiago y de Juan, que siguió al Señor hasta los pies de la cruz y lo colocó en el sepulcro. Recuerdo del beato Juan Pablo II. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 22 de octubre

Recuerdo de María Salomé, madre de Santiago y de Juan, que siguió al Señor hasta los pies de la cruz y lo colocó en el sepulcro. Recuerdo del beato Juan Pablo II.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 21,15-19

Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos.» Vuelve a decirle por segunda vez: «Simón de Juan, ¿me amas?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas.» Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.» Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas. «En verdad, en verdad te digo:
cuando eras joven,
tú mismo te ceñías,
e ibas adonde querías;
pero cuando llegues a viejo,
extenderás tus manos
y otro te ceñirá
y te llevará adonde tú no quieras.» Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En este día que recuerda el inicio de su pontificado, la Iglesia recuerda al beato Juan Pablo II, ejemplo de creyente y de pastor en tiempos difíciles. Desde su juventud vio el dolor y la pobreza de mucha gente y respondió al llamamiento del Señor dando su vida por la Iglesia y por el mundo. Fue un pastor que vivió intensamente su relación con Dios e hizo del encuentro con todos un estilo de vida. Su testimonio nos permite comprender aún más la invitación que Jesús le hizo a Pedro a que le siguiera. El Evangelio nos lleva a los días de después de la resurrección. Jesús vuelve una vez más a orillas del lago de Tiberíades, donde había conocido a Pedro tres años antes cuando lo llamó a la misión. En aquella misma orilla, como si fuera un nuevo inicio, Jesús interroga a Pedro sobre lo más importante: el amor. Jesús sabe que lo único que hará que Pedro esté unido a él para siempre no es un sentimiento de deber o la fuerza de voluntad, sino el deseo de devolver con su cariño el amor ilimitado que ha recibido. Por eso Jesús lo interroga tres veces, como si quisiera subrayar que nos encontramos ante la pregunta esencial, que debemos plantearnos cada día. Y la pregunta que resume todas las palabras pronunciadas por Dios es: «¿Tú me amas?». La respuesta de Pedro primero muestra orgullo y dolor, porque piensa que el Señor no se fía de él. Pero la insistencia del maestro vence su resistencia y pone de manifiesto su debilidad, haciéndole sentir con fuerza la necesidad de confiar en él una vez más para aprender qué significa amar con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas. Las palabras que Jesús le dirige a Pedro abren un resquicio en el futuro del apóstol. Pedro encontrará finalmente su estabilidad lejos de la autosuficiencia que imaginaba. Confiará totalmente en el Señor y se dejará guiar para ir adonde ni siquiera imaginaba. De ese modo se hace realidad la profecía de un pescador que logrará atraer, con las redes del Evangelio, a multitud de hombres hacia el Señor. El largo pontificado de Juan Pablo II, con las numerosas muchedumbres que congregó y que acercó al Señor, es hijo de esta obediencia total al Señor. Ese es el itinerario que todo discípulo está llamado a recorrer. No sabemos adónde iremos ni cuáles serán las etapas de este camino, pero sabiendo que el amor del maestro es fiel, podemos contestar ya ahora a la invitación de siempre: «Sígueme».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.