ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 19 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 7,24-30

Cuando los mensajeros de Juan se alejaron, se puso a hablar de Juan a la gente: «¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten magníficamente y viven con molicie están en los palacios. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que envío mi mensajero delante de ti,
que preparará por delante tu camino.
«Os digo: Entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él. Todo el pueblo que le escuchó, incluso los publicanos, reconocieron la justicia de Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los legistas, al no aceptar el bautismo de él, frustraron el plan de Dios sobre ellos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer hemos escuchado del Evangelio de Lucas la respuesta que Jesús dio a los discípulos de Juan que le preguntaron si era él el Mesías o si deberían esperar a otro. Después de la respuesta, aquellos discípulos regresaron para contar al Bautista, que estaba en prisión, las palabras de Jesús. Mientras ellos se alejan, Jesús se dirige a la multitud para hacer un elogio de este singular profeta que tenía su misma edad. Recuerda su extraordinaria predicación. Jesús mismo quedó fascinado, hasta el punto de acudir a él en el Jordán, precisamente al inicio de su vida pública. Desde las orillas del Jordán, desde el lugar donde la tradición consideraba que se habría producido la palingenesia del mundo, el Bautista advertía a todos que se alejaran de una existencia vivida con superficialidad; que se guardaran de una vida vivida a merced de las modas del tiempo y de los falsos y desilusionantes mitos. El austero profeta exhortaba a entrar en uno mismo, a hacer penitencia, a escoger un comportamiento de justicia y a buscar al Señor. Su predicación no se alejaba de la de los antiguos profetas de Israel. Y ya era una gran cosa. Pero el Bautista –dice Jesús- es más que un profeta: él ha sido enviado por Dios para preparar el camino al Mesías. Ésta es su verdadera grandeza: preparar los corazones de los hombres y de las mujeres de aquel tiempo para acoger al Mesías, al Salvador. En una visión espiritual de la historia, podríamos decir que todo discípulo de Jesús, que toda comunidad cristiana, deben desempeñar la misma misión que el Bautista: es decir, preparar los corazones para acoger al Salvador. En efecto, el discípulo de Jesús no debe hablar de sí mismo ni de sus obras o empresas, ni tampoco debe esforzarse por afirmar sus ideas o sus convicciones. Él debe dedicar toda su vida, sus palabras y sus obras, para preparar el camino al Señor, para que Jesús pueda entrar en el corazón de la gente, para que la misericordia de Dios pueda alcanzar los corazones de todos aquellos a quienes ha sido enviado. El cristiano, la Iglesia, actúan para que la Palabra de Dios alcance el corazón de los hombres y los conmueva para que puedan encontrar a Jesús y adherirse a él. Es la misión que toda generación cristiana está llamada a realizar hasta los confines de la tierra. Sí, a los discípulos y a las comunidades cristianas de todo tiempo se les pide continuar indicando a los hombres y a las mujeres de su tiempo a Jesús, y decir: “He aquí el cordero de Dios”. Es necesario decirlo con las palabras y con la vida, tal y como hizo el Bautista.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.