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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de san Antonio Abad. Siguió al Señor en el desierto egipcio y fue padre de muchos monjes. Jornada de reflexión sobre las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 17 de enero

Recuerdo de san Antonio Abad. Siguió al Señor en el desierto egipcio y fue padre de muchos monjes. Jornada de reflexión sobre las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 2,1-12

Entró de nuevo en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y él les anunciaba la Palabra. Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados.» Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?» Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: "Tus pecados te son perdonados", o decir: "Levántate, toma tu camilla y anda?" Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados - dice al paralítico -: A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.» Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: «Jamás vimos cosa parecida.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Continúa la lectura del Evangelio de Marcos. Después de algunos días en los que había ido a la región vecina para predicar el Evangelio, Jesús regresa de nuevo a Cafarnaún y se queda en la casa de Pedro, convertida ya en la residencia habitual de aquella pequeña comunidad. Y, como de costumbre, muchos acuden para llamar a aquella puerta. Continúa ese clima de euforia y de fiesta que se creaba allí donde iba Jesús. El ánimo de la gente que acudía se llenaba cada vez más de esperanza, y en los rostros se veía crecer el deseo de estar bien, de tener una vida más serena, un futuro menos angustiado. Eran ya muchos los que creían que finalmente había llegado el tiempo en que era posible ser felices. Había esperanza de curación incluso para un paralítico. Algunos amigos suyos le llevaron donde Jesús. Estos, llegados a la puerta, no consiguen entrar debido a la gran multitud. Sin resignarse en absoluto, suben al tejado de la casa con aquel enfermo y lo descolgaron delante de Jesús. Es verdaderamente sorprendente el amor apasionado de estos amigos. No sólo no se resignan ante las dificultades que encuentran, como muchas veces nos sucede sin embargo a nosotros, que cedemos a la primera dificultad que encontramos; sino que inventan lo imposible con tal de llevarlo ante aquel profeta. El amor apasionado empuja a superar cualquier obstáculo. No hay duda de que en la estratagema que conciben se manifiesta la fuerza del amor por ese amigo enfermo, a la vez que la total confianza depositada en Jesús. Su insistencia, su amor, son recompensados con mucha más abundancia de la que pensaban. En cuanto Jesús ve a ese enfermo lo cura en el corazón perdonando sus pecados, y después le hace levantarse de la camilla curándole también en el cuerpo. Sí, aquel paralítico, como todos los pobres, tenía necesidad de ser curado en el cuerpo pero también en el corazón. Podríamos decir, parafraseando un dicho evangélico: no sólo de pan viven los pobres, sino también de amor y de perdón. Y cada vez que esto sucede -y sucede cuando los discípulos dan su vida para ayudar a quien sufre- se repite el milagro de la curación plena. Y nosotros, junto a los demás, debemos maravillarnos una vez más ante el poder del amor del Señor que sigue realizando prodigios en medio de nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.