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Jueves 23 de enero

Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las comunidades cristianas en África


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 3,7-12

Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar, y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón, una gran muchedumbre, al oír lo que hacía, acudió a él. Entonces, a causa de la multitud, dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca, para que no le aplastaran. Pues curó a muchos, de suerte que cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle. Y los espíritus inmundos, al verle, se arrojaban a sus pies y gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios.» Pero él les mandaba enérgicamente que no le descubrieran.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Vista la hostilidad de los fariseos, Jesús abandonó Cafarnaún y su sinagoga para ir hacia aquellas multitudes que le escuchaban de buen agrado. En efecto, las multitudes se encuentran muchas veces entre los protagonistas del Evangelio. En cualquier ciudad o región a donde vaya, Jesús se encuentra siempre rodeado por multitudes que se estrechan en torno a él. Son muchos los que acuden de todas las regiones, como recuerda este pasaje. Ellos, como todas las multitudes, incluso las multitudes desbandadas de hoy, resultan agobiantes. Tienen necesidad física de alguien que les comprenda y les ayude. Por esto se le echaban encima: quieren acercarse, tocar y descargar todo su dolor y sus esperanzas sobre aquel hombre bueno. Por otra parte, ¿a quién podrían acudir que no les rechazara? Saben bien que en Jesús encuentran a un hombre bueno y compasivo que nunca les rechazará. Están tan seguros de ser escuchados que incluso se vuelven agobiantes. “se le echaban encima para tocarle”, advierte el evangelista. Quien tiene necesidad y no se resigna se vuelve inexorablemente agobiante. Jesús lo sabe bien, pero no aleja a ninguno. Pero tampoco quiere que le impidan desempeñar su ministerio. Decide subir a una barca para alejarse un poco de la orilla y poder ver a todos. Es fácil imaginar que vuelve a hablarles. Es una escena que impresiona por su fuerza. Aquella barca se convierte en un nuevo púlpito para Jesús. ¿Cómo no ver en ella la imagen de la Iglesia? Debemos preguntarnos con seriedad: ¿dónde pueden las multitudes de hoy, más numerosas que las de entonces, “tocar” a Jesús? ¿A dónde pueden llevar los muchos que están necesitados su equipaje de dolor y esperanzas para ser curados y consolados? ¿No deberían ser nuestras comunidades cristianas de hoy el cuerpo de Jesús que los pobres y los débiles pudieran alcanzar y “tocar”? Nuestro mundo necesita una Iglesia así. Hoy más que ayer. De hecho, parecen crecer las barreras que ponen los que están bien, ya sean individuos o incluso naciones, para impedir a las multitudes de pobres, especialmente los del Sur del mundo, llegar si quiera a rozar las fronteras. Nada que ver con una presión que aplasta. Esas barreras están inspiradas por esos “espíritus inmundos” de los que habla el evangelista, que quieren impedir que la palabra de Jesús llegue al corazón de quien lo escucha. El Evangelio nos muestra cuánto la fuerza de Jesús es más fuerte que la de aquellos espíritus. El Señor da a sus discípulos esta misma fuerza suya para que puedan continuar su misión de salvación en todos lados.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.