ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 28 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 3,31-35

Llegan su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: «¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan.» El les responde: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?» Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El evangelista Marcos sigue mostrándonos a Jesús que está en una casa rodeado de una gran multitud. Mientras está hablando llegan sus parientes con María. El evangelista no dice el motivo de su visita, pero no es difícil imaginar que quizá estaban preocupados por las exageraciones que Jesús mostraba o incluso porque habían sabido que los fariseos lo estaban vigilando, hasta el punto de mandar a algunos desde Jerusalén. Querían verle y hablar con él. Cansados quizá por el viaje -venían de Nazaret- no esperaron a que Jesús terminara de hablar y mandaron a alguien a anunciarle su llegada. La aglomeración era mucha y ellos se quedaron “fuera”. Este detalle no es simplemente espacial. Aquellos familiares estaban fuera, es decir, no estaban entre los que escuchaban al joven profeta. Ya podemos deducir de esta notación que no son los lazos de sangre ni tampoco los vínculos de una costumbre ritual los que llevan a ser verdaderos familiares de Jesús. Sólo quien está dentro de la casa, es decir, sólo los que escuchan personalmente la Palabra de Dios, forman parte de la nueva familia que ha venido a formar. En efecto, a quien le viene a decir que fuera de la casa estaban su madre y sus otros hermanos, Jesús “mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos»”. Con esta afirmación clara y neta, Jesús indica quién forma parte de su nueva familia, de la Iglesia: los miembros de esta familia son los que escuchan el Evangelio. Y de esta escucha nace la comunidad cristiana, es sobre la Palabra de Dios sobre la que se edifica la casa. La Palabra de Dios es la roca que sostiene toda comunidad, la Iglesia entera. Y tal comunidad -hay que notarlo con atención- no es una asociación cualquiera. Esta tiene los rasgos de una familia. La Iglesia debe vivir como una familia, es decir, con esos lazos que son propios de esta institución. Los miembros deben ser verdaderamente familiares del padre y entre sí. En ese sentido es decisiva la familiaridad de las relaciones con Jesús y con los demás. Debemos estar atentos a no caer en la tentación de creernos familiares porque observamos algunos ritos y practicamos algunas obras buenas. La cercanía con Jesús tiene los rasgos de las relaciones que se tienen con los familiares, por tanto llenas de espíritu, de fuerza humana, de pertenencia apasionada, de amor gratuito. Este es el sentido del discipulado. Ser discípulos requiere la escucha atenta y disponible de las palabras de Jesús y la implicación de nuestra vida con él. En definitiva, no basta con formar parte del grupo de los cristianos para ser discípulos, como aquellos “parientes” sentían su relación con Jesús. Cada día debemos entrar “dentro” de la comunidad y escuchar el Evangelio como se nos predica. ¡No se es discípulo de una vez por todas! Cada día necesitamos estar junto a Jesús y escuchar su palabra. Si vivimos así, Jesús dirigirá sus ojos llenos de amor también sobre nosotros y escucharemos que dice: “Estos son mi madre y mis hermanos”. Es la bienaventuranza de ser sus discípulos, no por nuestros méritos especiales sino sólo porque escuchamos su Palabra y tratamos de ponerla en práctica.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.