ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Iglesia

Recuerdo de la muerte de Gandhi. Con él recordamos a todos los que, en nombre de la no-violencia, trabajan por la paz. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 30 de enero

Recuerdo de la muerte de Gandhi. Con él recordamos a todos los que, en nombre de la no-violencia, trabajan por la paz.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 4,21-25

Les decía también: «¿Acaso se trae la lámpara para ponerla debajo del celemín o debajo del lecho? ¿No es para ponerla sobre el candelero? Pues nada hay oculto si no es para que sea manifestado; nada ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto. Quien tenga oídos para oír, que oiga.» Les decía también: «Atended a lo que escucháis. Con la medida con que midáis, se os medirá y aun con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Después de haber dicho a los apóstoles y a algunos discípulos que les había confiado el misterio del reino de Dios, Jesús añade que no deben mantener escondido este misterio, es decir, custodiarlo sólo para ellos mismos, como si fueran un grupo de elegidos que debía complacerse de tal confianza. Cierto, tenían que penetrarlo y comprenderlo con todo el empeño de su inteligencia. Pero ese misterio era para todos los hombres. Debían, por tanto, manifestarlo a todos, difundirlo ampliamente hasta los confines de la tierra. Por lo demás, Jesús fue el primero en hacerlo. Desde que dejó Nazaret e inició su predicación pública, no deja de recorrer los caminos y las plazas de Galilea para comunicar a todos la cercanía del reino de Dios, es decir, el amor del Padre hacia todos y especialmente hacia los más pobres. Verdaderamente la luz había venido al mundo -como escribe el prólogo del Evangelio de Juan- y ya no está “debajo del celemín” sino en el candelero. Y las multitudes se han dado cuenta, hasta el punto de acudir de todas partes para ser iluminadas, para recibir una luz que esclarece la oscuridad de una vida frecuentemente triste y difícil. La imagen de la luz que existe para iluminar a los demás, no a sí misma, describe bien la vida de Jesús. Él es la luz verdadera que ilumina a todo hombre. No ha venido para sí mismo, no se ha encarnado para realizarse a sí mismo, ni para afirmar su propio proyecto personal. Jesús ha venido a la tierra para iluminar los pasos de los hombres hacia la salvación, ha venido para que todos, escuchando su Palabra, puedan recorrer los caminos de la vida hasta llegar al cielo. Los discípulos, que él continúa llamando de generación en generación, son enviados a hacer lo mismo: es decir, a no esconder la luz del Evangelio que han recibido, y a no tener medidas estrechas en su comunicación al mundo. Jesús advierte: “Con la medida con que midáis, se os medirá”. Es la invitación a tener un corazón grande y misericordioso, como el del Padre que está en los cielos. Y la generosidad de Dios ha sido grande con nosotros: nos ha dado a su propio Hijo para que lo acogiéramos y lo diéramos a conocer a los demás. Y se nos juzgará en base a una generosidad similar. Jesús aclara a los discípulos: “Al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”. Según el Evangelio de Jesús, el amor y la generosidad no soportan restricciones ni límites: el corazón del creyente es universal y abierto a todos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.